Adiós a las sonrisas

La movilización general del día 1 para conmemorar como mandan los cánones el referéndum del año pasado se saldó con disturbios por toda Cataluña. Los CDR trataron de bloquear las vías de comunicación, ocuparon las calles con gran profusión de pancartas y con cara de muy pocos amigos. Los militantes más entusiastas se encadenaron al edificio de la Bolsa de Barcelona y atacaron la sede de Foment del Treball, la principal organización patronal catalana. La jornada concluyó con el intento de asalto del Parlament. Las sonrisas de antaño han mutado en la rabia de hogaño.

Creen estar haciendo dos revoluciones al tiempo. Por un lado la de la independencia en sí, que traerá la anhelada república catalana. Por otro la revolución social que acabará con el capitalismo. Todo muy loco, la verdad, pero nos sirve para ver de cerca el completo desfonde del movimiento independentista, al menos tal y como fue concebido por Artur Mas hace más de seis años.

Pero, a pesar de que lo tenemos delante de nuestras narices, se viene desde hace unos días repitiendo la idea de que estamos como hace como hace un año, que nada esencial ha cambiado y que, por lo tanto, en cualquier momento puede encenderse la misma mecha que dio lugar a los acontecimientos de septiembre-octubre del año pasado. No es del todo cierta la apreciación. No estamos como hace un año. La situación, aunque similar en algunos aspectos, es muy diferente en otros. La demostración más palpable la tememos en el cariz violento que han tomado las acciones de los independentistas.

Hasta 2017 proliferaban los happenings patrióticos. Actos multitudinarios para toda la familia, gente que bajaba de los pueblos a Barcelona exhibiendo banderas y globos, butifarradas populares, música de Lluís Llach y optimismo desbordado. La inmensa operación de marketing que supuso el procés forjó un movimiento que ellos mismos denominaban «revolución de las sonrisas«.

Las sonrisas se apagaron hace ya tiempo. Y no tanto por la aplicación del 155 o los meses de confusión tras el encarcelamiento de los sus líderes y la fuga de Puigdemont, como por el hecho de que nada de lo prometido se ha convertido en realidad. La facción más radicalizada del movimiento no puede admitir que un año después de proclamar la república ésta sólo habite en sus ensoñaciones.

Cataluña sigue siendo una autonomía y la vida sigue igual. Hay muchos independentistas que están convencidos de que quizá llegue la independencia algún día, pero no ahora. Y, lo que es peor aún, que a ella no se accederá por las bravas. Resumiendo, que la vía unilateral, esa idea de bombero que adoptó Puigdemont hace algo más de un año, es un camino cegado, tal vez para siempre.

Este choque con la realidad ha creado mucha frustración entre esa minoría ruidosa que el lunes se manifestó violentamente por toda Cataluña. Como buenos radicales, habían interiorizado que la independencia era algo parecido a la salvación. No entienden ahora que la salvación se aplace por los cálculos políticos de unos cobardes.

Torra trata de hacerles ver que aún es posible, pero se niega a trasladar su discurso incendiario al plano de lo real. Torra, no lo olvidemos, es un independentista del sector radical, más puigdemontista que Puigdemont, ¿por qué no se decide a dar el paso? Tiempo ha tenido. Preside la Generalidad desde el mes de mayo y la confusión política en Madrid se lo ha puesto especialmente fácil. El Gobierno de Sánchez es débil, está de hecho a su merced, y el PP se encuentra sumido en una crisis de la que sólo saldrá tras las próximas elecciones si Casado consigue resistir. En una como esta no se va a volver a ver, ¿por qué no lo hace ahora?

Seguramente porque sabe de antemano que, al margen de quien gobierne, el Estado actuará. Ahora ya no es una conjetura. Oriol Junqueras lleva casi un año en la cárcel y ni toda la presión ejercida sobre los jueces y el Gobierno ha servido para sacarle de ahí. Podría también proclamar la república y salir huyendo como hizo su jefe, pero eso tampoco tendría mucho sentido. Lo único que conseguiría con ello es un nuevo 155 recrecido que podría llevarse por delante también a TV3.

Luego, al final de lo que se trata de volver a la casilla de salida, pero no al 1-O, sino mucho antes, al momento en el que Mas parió el procés. Una vez ahí reinventárselo desde cero. A eso no parece dispuesto el independentismo más entregado, el de la CUP y el PdeCat de obediencia puigdemontesca cuya expresión callejera son los vándalos de los CDR.

De modo que entre unos que no quieren y los otros que no pueden se encuentran en un callejón sin salida. Esto les está llevando a encadenar los errores a sólo unos meses de las elecciones municipales en las que cambiarán de manos muchas alcaldías y habrá nuevo reparto de concejales. El actual mapa municipal de Cataluña data de 2015, momento álgido del procés y, en general, del gran descontento provocado por la crisis económica.

En esos comicios el nacionalismo obtuvo unos resultados históricos. De los poco más de 9.000 concejales que se eligen en todo el Principado, 6.500 pertenecen a partidos independentistas, el 72%. Sobre ese poder municipal omnímodo edificaron el movimiento, especialmente en la Cataluña interior. El embrujo podría romperse en mayo.

Hoy, a diferencia de hace tres años y medio, los campos están mucho mejor delimitados y partidos como Ciudadanos han tomado la delantera. Los de Rivera no sólo son el partido más votado de Cataluña, sino que tan seguros están de sí mismos que han realizado una apuesta arriesgada con la operación Valls. Si les sale bien les convertirá en la fuerza hegemónica de toda la región.

Un nacionalismo dividido y enfrentado no está hoy por hoy en condiciones de poner sobre la mesa algo igual. Tienen a Ferran Mascarell, cierto, pero no es ni mucho menos un candidato de consenso. Se trata del enésimo capricho de Puigdemont que desde Waterloo quiere seguir gobernando y disponiendo a pesar de que su desconexión de la realidad es cada día mayor. Su momento, como las sonrisas, pasó hace tiempo.

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