Con ella empezó todo

Se ha levantado una pequeña polémica a raíz de un reportaje en TVE sobre la serie «Isabel» en el que se afirmaba que la reina católica llevó a cabo una limpieza étnica. Bien, no es cierto. Isabel de Castilla que, como todos los gobernantes que en el mundo han sido, tiene sus luces y sus sombras, no hizo nada parecido a una limpieza étnica. Al menos en el sentido contemporáneo del término.

Lo que ella y su marido, el rey Fernando de Aragón, si realizaron fue una homogeneización religiosa, algo muy común en la Europa medieval y moderna. Los reinos de España fueron, de hecho, los últimos en acometerla. En la Europa anterior a la Reforma luterana convivían dos confesiones religiosas: la cristiana católica y el judaísmo, que practicaba una porción minoritaria de la población.

Por múltiples razones, incluidas naturalmente las de orden político, esta minoría fue siempre objeto de recelos cuando no de abierta persecución. De Inglaterra los judíos fueron expulsados en 1290, de Hungría, de los principados alemanes en 1348, de Francia entre 1321 y 1394, de Austria en 1421, de la Provenza en 1430 y del Ducado de Milán en 1490.

Este desconocimiento de la historia de los judíos en Europa quizá sea el responsable de mentiras históricas comúnmente creídas como las que caen como losas sobre los Reyes Católicos. Pero ellos mismos y su reinado, a pesar de la infinidad de estudios que ha concitado, también están cubiertos por una capa legendaria cuajada de lugares comunes, falacias e inexactitudes.

El hecho es que Isabel y Fernando siguen despertando interés, y como prueba ahí tenemos el éxito de la serie de televisión «Isabel», una gran producción de TVE en tres temporadas que conjugó aceptación por parte de la crítica con altos índices de audiencia. No es extraño. La figura de Isabel de Castilla es de un gran atractivo para construir buenos guiones cinematográficos. Es la reina de España por antonomasia, la heroína nacional y un personaje cardinal en la historia del mundo.

Reina por accidente

Pero, sin embargo, Isabel de Trastámara, hija de Juan II de Castilla y de su segunda esposa Isabel de Portugal, no estaba llamada a reinar. Tenía un hermanastro, Enrique, 26 años mayor que ella fruto del primer matrimonio de su padre con María de Aragón. Sería Enrique quien heredase la corona. Pero el trono de Castilla fue durante siglos lo más parecido a un potro de tortura. El reino, enclavado en el centro de la España cristiana y el más poderoso de todos ellos, era un nido de intrigas palaciegas y andaba siempre envuelto en disputas con los vecinos, especialmente con Portugal y Aragón.

Casaron a Enrique, a quien el pueblo tenía por impotente, con una infanta portuguesa que le daría una hija: Juana. A ella habría de corresponderle el trono, pero buena parte de la nobleza castellana desconfiaba de ella y, sobre todo, de sus protectores portugueses. La motejaron como «La Beltraneja» asegurando que, en realidad, no era hija del rey, sino del duque de Albuquerque, Beltrán de la Cueva, uno de los cortesanos favoritos de Enrique IV.

La candidata de los nobles castellanos no era Isabel, era su hermano menor Alfonso. Se produjo entonces una carambola del destino. Alfonso murió en Ávila inesperadamente (cuentan que envenenado) con sólo 14 años. Eso ponía a Isabel en el cartel, pero no quiso traicionar a su hermanastro.

Sabedora que, de un modo u otro, «los beltranejos» jugarían la carta portuguesa consiguió primero que Enrique la nombrase princesa de Asturias (y por lo tanto heredera legítima), y luego buscó el marido adecuado. Trataron de casarla con Juan, hijo de Alfonso V de Portugal, pero se negó. Posteriormente con el duque de Guyena, hermano de Luis XI de Francia, pero el príncipe murió de tuberculosis antes de la boda. Algo similar le sucedió a otro de sus pretendientes, Pedro Girón, maestre de la Orden de Calatrava, Señor de Ureña y aristócrata poderoso que murió cuando se dirigía al encuentro de su prometida.

Retrato nupcial de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Original del siglo XV. Su autoría es desconocida.

Quedaba un candidato: Fernando de Aragón, un príncipe de su edad que le permitiría sobreponerse y afrontar la acometida portuguesa a favor de su sobrina. Isabel y Fernando se casaron en secreto en Valladolid en 1469. Tuvieron antes que pedir una dispensa al Papa porque eran primos segundos, algo bastante habitual en la realeza europea hasta hace no tanto tiempo.

Cinco años más tarde murió Enrique IV en el Alcázar de Madrid tras una agotadora jornada de caza. La corona se posó sobre las sienes de Isabel, pero no lo hizo suavemente. El rey de Portugal impugnó la sucesión y le declaró la guerra. Tras cuatro años de conflicto civil entre los partidarios de Isabel y lo de su sobrina Juana, Portugal se avino a negociar un acuerdo de paz, el de Alcaçovas, sobre el que se sustentaría la fraternidad hispanolusa durante un siglo, hasta que en 1580 ambas coronas quedaron fusionadas. Para celebrarlo la reina mandó edificar el soberbio convento toledano de San Juan de los Reyes.

Tanto Monta, Monta Tanto

Unos reyes que lo eran más que nunca. El mismo año de la firma de Alcaçovas murió en Barcelona Juan II de Aragón. Su hijo Fernando, rey consorte de Castilla, pasaba a ser rey titular de Aragón. Daba así comienzo el reinado de los Reyes Católicos. Pero aún faltaba algo de tiempo y muchos méritos para ser conocidos como tales. Lo de «Católicos» no es una denominación popular, sino un título que les concedió el Papa Alejandro VI mediante una bula.

Pero no adelantemos acontecimientos. Antes de eso tuvieron que embarcarse en dos grandes empresas que, en última instancia, serían las que les conducirían directos a la inmortalidad: la guerra de Granada y el viaje de descubrimiento que llevó a los castellanos de la mano de Colón hasta el otro lado del Atlántico.

El último de los emiratos musulmanes de la península sobrevivía desde el siglo XIII gracias a las buenas dotes diplomáticas de sus emires y a los problemas internos de Castilla. Era un reino próspero y refinado, abierto al comercio africano y que pagaba sus tributos puntualmente a los monarcas castellanos. Para Isabel, sin embargo, la pervivencia de este vestigio de Al Ándalus era algo impropio del nuevo reino que se disponía a levantar.

La rendición de Granada, por Francisco Pradilla (1848-1921). Se encuentra expuesto en el Palacio del Senado.

La guerra estalló en 1481 y, tras una década de campañas, culminó en 1492 con la entrada de los reyes en Granada. La toma de la ciudad fue celebrada en toda Europa. El Papa presidió una procesión con los miembros del colegio cardenalicio e hizo sonar todas las campanas de la Ciudad Eterna. Algo similar sucedió en otras cortes europeas como París o Londres. La de Granada fue en algunos aspectos la última de las cruzadas medievales y, en otros, la primera de las guerras modernas. Marcaba, además, un punto de inflexión y endulzaba la frustración cristiana por la pérdida de Constantinopla a manos de los turcos medio siglo antes.

Isabel, la reina por accidente, jugaba ya en la primera división de las monarquías europeas. Pero su proyecto de transformación y modernización del reino iba mucho más allá. Para que sus sucesores no pasasen por los sinsabores que había padecido ella, buscó reforzar el poder de la corona. Así terminaría de una vez por todas con la crónica inestabilidad castellana, provocada por una nobleza levantisca, amiga de las banderías y de meter la mano en política.

Reformas, conquistas y matrimonios

Algo tan ambicioso implicaba una reforma de las instituciones y la creación de otras nuevas que afianzasen el poder la monarquía, al tiempo que le permitiese allegarse los recursos financieros que siempre faltaron a sus antepasados. Los planes de los reyes no eran precisamente baratos. La nueva Castilla y el nuevo Aragón, es decir, el recién estrenado reino de las Españas, necesitaba una política exterior acorde a las apetencias políticas de sus monarcas.

Bajo el reinado de Isabel se culminó la conquista de las islas Canarias, se alcanzaron las costas americanas en un extraordinario viaje que cambiaría el mundo y se emprendieron campañas bélicas en Italia y en el norte de África. La España de Isabel y Fernando tenía hambre y mucha prisa por satisfacerla.

Mapa moderno («tabula nova») de la península Ibérica publicado en 1499. Reproducido de un ejemplar conservado en el Archivo Histórico Municipal de Mérida. El escudo de armas es el de los Reyes Católicos.

La corona se reforzó también con matrimonios dinásticos. De los cinco hijos que tuvieron dos se casaron con infantes portugueses, otros dos con príncipes Habsburgo y una con el heredero de la corona inglesa. Esta activa política matrimonial marcaría el destino de la dinastía Trastámara y de la propia España. Y de nuevo la casualidad volvió a ser un factor clave.

El llamado a heredar era el príncipe Juan, a quien casaron con la archiduquesa Margarita de Austria con vistas a robustecer los lazos con el Sacro Imperio, pero no a integrarse en él. Pero el príncipe murió en Salamanca de unas fiebres a los 19 años. La dignidad principesca pasaría a su hermana Isabel, a quien casaron primero con Alfonso de Portugal y luego con Manuel, primo de su primer esposo. Pero Isabel fallecería de sobreparto en el Palacio Arzobispal de Zaragoza.

El niño, Miguel, heredero natural de Castilla, Aragón y Portugal, sobreviviría a su madre, pero no por mucho tiempo. A los dos años de edad murió en Granada. Cuán diferente habría sido la historia de España de no haber muerto este niño. De este modo cayó la corona en Juana, más conocida como «la loca», en su marido Felipe de Habsburgo «el hermoso» y en el hijo de ambos: Carlos I de España y V de Alemania.

La excepción española

Dos de las reformas que en su momento gozaron de gran popularidad pero que posteriormente han sido las más polémicas tuvieron un componente religioso. La España del siglo XV era una excepción religiosa. Los reyes de Castilla y Aragón eran los únicos de la cristiandad occidental que tenían súbditos de tres confesiones distintas: la católica, la judía y la mahometana. La religión en aquel entonces no pertenecía al ámbito privado como hoy en día, era una cuestión de Estado y así seguiría siendo hasta el siglo XIX. Ahí tenemos como muestra el siglo y medio de guerras de religión que desangraron Europa tras la reforma luterana.

La excepción española se justificaba en el largo proceso que supuso la Reconquista. Ningún reino del continente había enfrentado algo igual. Como consecuencia era comprensible que existiesen minorías que no comulgasen con la religión del rey. Pero en 1492 la Reconquista concluyó. A los musulmanes del reino de Granada les dieron a elegir entre convertirse al cristianismo o mudarse a África.

Con los judíos la cuestión era más peliaguda. Por un lado habían convivido con cristianos y musulmanes durante un milenio. Por otro las aljamas dependían directamente de la corona. Los judíos eran del rey. Tanto y de tal manera los resguardaba que en Europa se decía que Isabel era «protectora de judíos e incluso hija de una judía». La comunidad hebrea tenía hondas raíces en España pero, como en el resto de Europa, solía ser objeto de las iras de muchos cristianos. Desde los grandes pogromos del siglo XIV se intentaba convertirlos mediante predicaciones, pero sin demasiado éxito. Era, en definitiva, un asunto problemático que pedía a gritos una solución.

La primera medida tomada por los Reyes Católicos fue la segregación y su reclusión en juderías. Fue inútil. Los problemas persistían, de modo que, poco después de finalizar la guerra de Granada, decretaron su expulsión. Podían evitarla si se convertían al cristianismo. Muchos lo hicieron pasando a formar parte de los que se conocía como cristianos nuevos, otros enfilaron el camino del destierro.

Para vigilar que ninguno de los convertidos practicase el judaísmo en secreto, es decir, para evitar que judaizasen, se recuperó una vieja institución católica: la inquisición, creada en el siglo XII en Francia para combatir la herejía cátara. La inquisición brindaba, además, excepcionales réditos políticos. Era la única institución común a todos los reinos y, al depender directamente de la corona y no del Papa, facultaba a los reyes a intervenir en multitud de asuntos sin interferencias externas.

Cuando la reina murió a finales de 1504 la convulsa Castilla que heredó de su hermano Enrique había sufrido una transformación profunda. El legado de la reina se dejaría sentir durante siglos y llega incluso hasta el momento presente. Isabel la Católica, quizá el monarca más importante de la historia de España, sigue despertando el interés de multitudes y es objeto de debates y controversias. No podía ser menos. Con ella empezó todo.

1 Comment

  1. Magnífico, como siempre.
    Me ha fascinado eso de: «Cuán diferente habría sido la historia de España de no haber muerto este niño». Seguro que te da para una contra-fantasía o contra-ficción de qué habría ocurrido. Mis conocimientos históricos dan para simplemente recordar lo que me dicen (decís) que ocurrió, pero no para discernir qué podría haber ocurrido si…. por ejemplo, como dices, ese niño no hubiera muerto.
    Como dicen ahora: muy top, muy fan.
    Gracias Díaz Villanueva.

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