¿Crisis…? Sí, esta crisis

Llevamos en España unos siete años quejándonos amargamente de la crisis que nos atenaza –crisis múltiple: económica, política, social y hasta moral– pero todavía nadie ha llegado a ofrecer una solución apropiada y debidamente validada, que, al menos, nos invite a ver la luz al final del túnel. Limitarse a lo puramente económico es tentador pero nos dejaría a medias. A fin de cuentas, basta con que baje el precio del petróleo y tire el mercado exterior para que tengamos la sensación de que tenemos algo más lleno el bolsillo. En eso mismo, de hecho, es en lo que ha consistido la recuperación rajoyana. Pero aunque el barril se quedase por siempre en los diez dólares, llegasen cien millones de turistas y los alemanes comprasen compulsivamente todo lo que producimos eso no nos sacaría del marasmo en el que nos encontramos, de esa visión negativa de la realidad, ese pesimismo crónico, ese creerse en un fin de siglo permanente tras el cual vendrá, inevitablemente, el colapso. Hay en la actitud española frente a la crisis cierto fatalismo religioso que no contribuye a nada pero en el que parecemos encontrarnos muy a gusto.

La falta de respuestas viene de otra carencia mucho peor: el no saber cuál es la causa de que nos encontremos en crisis. Atacamos las consecuencias, ya sabe, que si la corrupción, que si el déficit, que si los impuestos, que si los recortes… pero ignoramos las causas que las han provocado. Nuestro problema, en definitiva, no es solo de orden económico, ni solo político, nuestro problema es de orden filosófico. El consenso sobre el que se levantó todo el edificio nacional es erróneo por lo que, como en un sistema informático, si basura fue lo que entró, basura es lo que ha terminado saliendo. El llamado “bien común” por ejemplo es algo que no existe. El común no es más que una suma de individuos, cada uno con sus preferencias individuales e intransferibles. Cuando el “bien común” se considera por encima del bien de los individuos tomados de a uno, lo que sucede es que las preferencias de unos prevalecerán sobre las de otros que, al fin del proceso, no serán más que animales ofrecidos en sacrificio. Esto quizá les suene familiar a los contribuyentes, a los empresarios –los pequeños, los grandes y los unipersonales– y a todo aquel que, literalmente, trabaja medio año o más para satisfacer las necesidades de otros a quienes no conoce y con los que no guarda ningún tipo de relación más allá de compartir el emisor del pasaporte.

Para mantener la estafa inmensa del “bien común” –prima hermana de otra de semejante calibre que denominan “contrato social” con gran engolamiento de garganta– apelan a las buenas intenciones. El Gobierno, por ejemplo, legisla sin descanso y con inmejorables intenciones. Ponga aquí la ley que más le guste, todas sin excepción vienen guiadas por la bondad de intenciones del legislador. Ahora bien, ignoran una ley de cumplimiento inexorable: la de las consecuencias no deseadas. En España esa ley no escrita nos ha machacado. Hemos redefinido el bien moral solo en base a las intenciones y no a los resultados. Así, los subsidios agrarios, que mantienen a buena parte de Andalucía sumida en el clientelismo y la mediocridad, no se juzgan por esto último, sino por las buenas intenciones que asisten a quienes los planifican y los entregan previa obediencia ciega por parte de los receptores.

Sigamos con los ejemplos. La sanidad debe ser universal y sin coste para el usuario. ¿Sin coste? En el mundo real la medicina es un servicio especializado y muy costoso, entonces, ¿acaso mi derecho a recibir atención médica es mi derecho a que un doctor me atienda sin compensación? No exactamente, pero si algo muy similar, es consagrar el “derecho” a que otro corra con mis gastos médicos sin que medie su voluntad. Ídem con el “derecho a la vivienda”. Para satisfacer ese presunto derecho hay que obligar a unos a que le paguen la casa a otros. Podríamos continuar con la universidad, el AVE, las autopistas, los polideportivos, el cine español, las televisiones autonómicas, las políticas activas de empleo, la agencia de desarrollo del flamenco… hasta llegar a la célebre renta básica que se resume en quitar a unos para dar a otros pero directamente y en metálico. Una sociedad que llega a plantearse algo tan disparatado como la renta básica es que se encuentra en estado terminal, es que ha definido ya con precisión la línea que separa a los zánganos de los obreros. Hasta donde yo se en España nos la estamos planteando muy en serio, y no solo los artífices del programa electoral de Podemos. Al final este pretendido altruismo del que todos parecen sentirse tan orgullosos nos ha conducido a la dependencia absoluta de los que quitan y dan. Ante tal flujo de dinero circulando de unas manos a otras con un agente monopolista de por medio no cabía otra que apareciese la corrupción a gran escala y la ineficiencia se convirtiese en la norma.

Así, nos encontramos con que los políticos que no son corruptos son pragmáticos y actúan en función de lo que “funciona”, es decir, de lo que les funciona en términos de conquistar y conservar el poder. El problema de lo que “funciona” es que muchas veces solo funciona a corto plazo. La burbuja inmobiliaria es un ejemplo de manual. Mientras estábamos metidos en ella todos eran felices, luego vinieron las lágrimas. Endeudarse hasta las cejas estaba muy bien hasta que el maná crediticio se secó. Entonces no se culpó a los que se habían endeudado con temeridad, sino a los bancos que se negaban a refinanciar pasivos. Unos bancos, dicho sea de paso, que habían actuado con idéntico cortoplacismo, especialmente los de titularidad pública. El consenso fundamentado sobre resultados rápidos a corto plazo adolece de eso mismo y, lo que es peor, termina contagiándose a todo el cuerpo social. España es hoy un país de cortoplacistas incurables. No es que se viva de hoy para mañana, es que solo se piensa en el siguiente minuto con un hedonismo infantil que sonrojaría a nuestros abuelos. Esto afecta por igual a los líderes políticos y a los empresariales, de ahí que se endiose el consumo o que el ahorro esté tan mal visto y que cualquier propuesta de hiperfiscalizarlo concite el aplauso entregado de la concurrencia.

La mentalidad del almuerzo gratuito aquel del que hablaba Friedman ha terminado por imponerse entre nosotros. Cuando el almuerzo es gratis no hay que preocuparse por nada, simplemente se trata de poner la mano. Esto implica olvidarse de la responsabilidad personal, que pasa a ser un recuerdo engorroso de tiempos antiguos, cuando uno era responsable de su propia vida. En España nadie tiene la culpa de nada. El infierno son siempre los otros. Con este esquema bien arraigado entre los jóvenes y los que no lo son tanto pero a fuerza de repetírselo creen que lo son, todo lo que podemos esperar es que sucumbamos a la tiranía de las mayorías que tanto temía John Adams, uno de los padres fundadores de Estados Unidos. En cierto modo ya hemos sucumbido o lo estamos haciendo a cámara lenta. La idea de la igualdad mediante la ley y no ante la ley tiene más adeptos que nunca. Creen, en su infinita ignorancia, que la riqueza está dada, que se recoge de los árboles y que tan solo hay que distribuirla equitativamente. En esto todos los partidos coinciden. Solo se diferencian en que unos quieren hacer la transición de manera rápida y otros se decantan por el gradualismo. Esta la causa de nuestra crisis, lo otro no son más que efectos indeseados por lo que nada valdrá regenerar el sistema si se hace, de nuevo, con cimientos equivocados.

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