El dilema de Hong Kong

Hasta hace no mucho a Hong Kong la teníamos por una ciudad de negocios, un centro financiero, un gran mercado y un nudo de transporte aéreo y marítimo en el que de lo último que se hablaba era de política. Los hongkoneses son desde 1997 ciudadanos de la República Popular China, pero unos ciudadanos peculiares. Tienen moneda propia y, a diferencia de sus compatriotas del continente, disfrutan de un régimen especial que les garantiza un sistema democrático con unos derechos civiles aparejados que a sólo unos kilómetros son pura ciencia ficción.

Naturalmente en Hong Kong se hacen buenos negocios, la ciudad está llena de empresas, su aeropuerto es de los más importantes de Asia, el sector financiero es fuerte y su mercado de valores es uno de los más grandes y capitalizados del mundo. Nada de esto último está en juego, pero si el estatus privilegiado de sus habitantes. En principio Pekín tiene que respetarlo durante 50 años en virtud del acuerdo que alcanzaron con el Reino Unido en la década de los 80, cuando Margaret Thatcher se comprometió a transferir la soberanía de la colonia.

Pero China tiene prisa y no quiere esperar hasta 2047 para absorber completamente a la ciudad. Tampoco quiere hacerlo de golpe, sino gradualmente sin que lo adviertan para que, llegado el momento, el tránsito de la democracia a la dictadura sea lo más suave posible y nadie se queje. Pero, la Ley Básica de Hong Kong se lo pone muy complicado. El Gobierno chino controla el Ejecutivo, heredero del antiguo gobernador británico, pero no el legislativo, formado por una cámara que se elige democráticamente cada cuatro años por sufragio universal en unas elecciones a las que puede concurrir cualquier partido.

Eso le obliga a ir con pies de plomo para introducir cambios y aumentar poco a poco su influencia. Como esto no es nuevo en Hong Kong andan siempre con la mosca detrás de la oreja y se movilizan en cuanto los chinos dan un paso en falso. Hace unos años en Pekín temían a los demócratas hongkoneses porque la ciudad tenía mucho peso sobre el PIB del país y no querían matar a la gallina de los huevos de oro. Pero Hong Kong ya no es la joya de la corona. Tras la emergencia de gigantes como Shangai, Cantón o Shenzen, fronteriza con Hong Kong y capital de la industria electrónica, la ex colonia británica se ha convertido en una ciudad más, ni la más grande, ni la más rica aunque, eso si, y con creces, la más libre e internacional de todas.

China, en definitiva, ha perdido el respeto a Hong Kong y no está dispuesta a aguantar impertinencias como la revolución de los paraguas de hace cinco años, que le ocasionó un dolor de cabeza monumental y empeoró la imagen del Gobierno en el extranjero, algo que de por sí molesta a toda dictadura pero más aún a dictaduras como la china, que tiene ambiciosos planes de expansión global.

Esta vez el incendio político es de proporciones mayores al de 2014. Todo empezó hace unos meses con una ley de extradición que facultaba a las autoridades chinas a extraditar delincuentes desde la ciudad. Uno de los privilegios de Hong Kong es que cuenta con su propio sistema judicial que en poco se parece al de la China continental. Hong Kong, por ejemplo, puede extraditar a un acusado a España, pero no a China, con quien no ha suscrito nunca un tratado de extradición porque saben que la justicia de aquel país es política y, como consecuencia, no garantiza un juicio justo. Si la ley de extradición termina quedándose no hará falta tratado alguno, la ciudad pasará a ser de facto territorio judicial chino.

La cuestión como vemos va más allá de un asunto menor, se debate la independencia misma del sistema judicial, que era una de las cosas que hacía tan atractiva a la ciudad. Es algo de pura supervivencia. Los que protestan no son, como dice la prensa oficialista, una minoría de radicales violentos financiados desde el extranjero. Unas dos millones de personas han participado en las manifestaciones y no se trata de jóvenes radicalizados, sino de gente de todas las edades y capas sociales. Es más, para la escala que ha alcanzado el movimiento, se puede asegurar que la movilización está siendo extraordinariamente pacífica. Ni una sola víctima mortal hay que lamentar.

La demanda principal, la que verbalizan en las pancartas y los eslóganes, es la derogación de la ley de extradición, la real es su hartazgo por las continuas injerencias chinas. No protestan tanto por el presente como por lo que intuyen que vendrá en el futuro. Esto es lo que el Gobierno chino, autoritario y prepotente como suele serlo quien no está habituado a que le lleven la contraria, no está sabiendo gestionar. Hasta la fecha ha mostrado su cara más dura, presionando a la jefa ejecutiva de la ciudad, una hongkonesa afín a Pekín llamada Carrie Lam, reprimiendo con saña a los manifestantes y enviando unidades militares a las ciudades vecinas con intención de atemorizar a la población.

Para los chinos del continente la represión de Tiananmen es desconocida, el régimen corrió una tupida cortina de silencio tras ello y hoy son pocos los chinos que sabrían reconocer la famosa fotografía del hombre del tanque. Los hongkoneses, sin embargo, saben muy bien lo que pasó allí en junio de 1989 y como el Gobierno chino lo terminó ahogando en un baño de sangre. Se están poniendo la venda antes de que les sacudan la pedrada.

Pero los políticos chinos no saben actuar de otra manera por más que se esmeren en vender a los occidentales modernidad, diálogo y tolerancia. En China sólo hay de lo primero llevado a extremos orwellianos como nos muestra el sistema de crédito social con el que China se convertirá en la primera cibertiranía de la historia. Dentro del país viven en una cámara de eco, por eso les desespera lo que sucede en Hong Kong y no aciertan a ver como resolverlo. Temen, además, que el mal ejemplo cunda y les emulen en el Tibet o en la remota región de Sinkiang, donde vive la minoría uigur que rechaza de plano la segregación de la que es víctima.

Las opciones, por lo tanto, se reducen a dos. O recular retirando la ley de extradición y cesando a Carrie Lam, o mantenerse en sus trece y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, es decir, tomar la ciudad con el ejército y declarar la ley marcial. Lo primero supondría una humillación que le granjearía un gran descrédito interno. Lo segundo un riesgo que arruinaría la reputación internacional del Gobierno que Xi Jingpin tan trabajosamente se ha ganado durante años. En un momento en el que el país se encuentra envuelto en una guerra arancelaria con Estados Unidos, con medio mundo cuestionando sus prácticas comerciales y con la economía creciendo por debajo de lo previsto, una fuente de problemas e inestabilidad como la de Hong Kong es lo peor que les puede suceder.

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