El naufragio de Charlottesville

No es un secreto para nadie que los trágicos sucesos de Charlottesville la pasada semana marcan un antes y un después en la presidencia de Donald Trump. Un vierteaguas creado por él mismo que luego ha sido debidamente amplificado por la prensa. Bien podría haber solventado el brete con un comunicado lacónico, condenatorio, que no dejase lugar a interpretaciones, pero no, se enredó en una confusa rueda de declaraciones que le ha terminado dejando expuesto, en tierra de nadie y señalado por todos.

No debería ser difícil para un presidente de EEUU en pleno 2017 condenar sin ambages al Klu Klux Klan y al cortejo de neonazis que le acompaña. Con un simple tuit hubiese bastado, pero Trump no ha podido evitar meterse de lleno en una ciénaga en la que está recibiendo palos por todas partes, muchos de ellos justificados.

Trump no ha podido evitar meterse de lleno en una ciénaga en la que está recibiendo palos por todas partes

El asunto en principio no era sencillo de lidiar. La semana pasada en esta pequeña y, hasta hace solo unos días, desconocida ciudad de Virginia colisionaron violentamente tres movimientos. Por un lado los que se manifestaban de buena fe y sin vínculos con la extrema derecha por el mantenimiento de la estatua ecuestre al general Lee en el Parque de la Emancipación. Un asunto local sin la mayor importancia.

Por otro el elementos del Klan acompañados de militantes de organizaciones neonazis que, aprovechando el revuelo causado por la polémica de los monumentos sudistas, salieron a la calle en un lúgubre aquelarre de antorchas buscando bronca. Por últimos estaban los contramanifestantes de izquierda, muchos de los cuales se entregaron a actos vandálicos tan pronto como el asunto se salió de madre. Demasiado para una plácida localidad de apenas 50.000 habitantes que solo figura –y no muy destacada– en los mapas del Estado.

Trump no entendió la complejidad de la situación y, por lo tanto, no supo luego gestionarla adecuadamente. No supo ver, por ejemplo, que la mayor parte de los organizadores del evento “Unite the right” eran agitadores de extrema derecha bien conocidos por sus posturas abiertamente racistas y por su afición a generar conflictos.

Para la prensa, que le declaró la guerra hace más de un año, la incapacidad de Trump en el manejo de este asunto ha sido como un regalo caído del cielo. Más aún cuando el propio presidente se empeñó en empeorar las cosas conforme avanzaban las horas.

Conste que empezó bien. En los primeros momentos condenó la muerte de Heather Heyer de un modo calmado, como si lo estuviese leyendo en un Autocue. Algo presidencial y razonable. El inquilino de la Casa Blanca no debe sobreactuar, ni perder los estribos, ni dejarse llevar por la indignación por muy justificada que esté.

A partir de ahí el cerco mediático pudo –una vez más– con él. Se metió de cabeza en un charco insistiendo que había culpa en los dos lados. Extremo que los organizadores de la marcha recibieron alborozados porque, a pesar del asesinato, quedaban equiparados con sus adversarios. Y, lo más importante de todo, a partir de ese momento su causa adquiría dimensión nacional y, como hemos podido comprobar, mundial.

Si retiramos la gruesa capa de lodo que cubre todo el caso nos encontramos con que una parte del mensaje que tan torpemente quiso transmitir Trump era cierto

Otro regalo más para sus sitiadores que lo aprovecharon en el acto poniendo al presidente contra las cuerdas para golpearle sin descanso. Y en ello siguen una semana después.

Otros presidentes poco queridos por los medios como George W. Bush sabían cuando retirarse a tiempo, quizá porque hacían caso a sus asesores. No es el caso de Trump que, en este caso concreto del racismo, viene ya tocado por escándalos anteriores como cuando llamó violadores a los mexicanos o cuando se apuntó entusiasta a una teoría popular pero falsa que asegura que Obama es keniata de nacimiento y, como consecuencia, no elegible como presidente de Estados Unidos.

Estos episodios le hicieron muy popular entre la derecha identitaria, conocida en Estados Unidos como “alt-right”. Estos días le han devuelto el favor agradeciendo sus palabras. Un asfixiante abrazo de oso en el que se ha metido sin necesidad alguna. Al final resulta que gobernar no era como dirigir una empresa, sino algo mucho más difícil.

Existe una relación simbiótica entre los exaltados de extrema derecha y los de extrema izquierda

La cuestión es que si retiramos la gruesa capa de lodo que cubre todo el caso nos encontramos con que una parte del mensaje que tan torpemente quiso transmitir Trump era cierto. Existe una relación simbiótica entre los exaltados de extrema derecha y los de extrema izquierda. Movimientos ambos profundamente antiliberales que entran en conflicto en el tema de la raza, pero que en todo lo demás son como dos gotas de agua.

Uno de ellos –pero no el único– es el culto a una suerte de violencia redentora, necesaria para purificar el mundo y dar comienzo a una nueva era. Nada que no se hubiese visto en el siglo XX pero que ha renacido y está de nuevo ante nosotros con toda su fanática crudeza. Los fascistas y su contraparte necesaria, los antifascistas, son hermanos de la misma camada totalitaria, traficantes de miedo, iluminados que quieren poner el mundo del revés para dar salida a sus fantasmas íntimos.

Cierto es que son movimientos minoritarios, marginales, tanto en Estados Unidos como en Europa, pero están ahí con el foco mediático puesto encima para que todos veamos como meten fuego al mundo. Si algo hemos sacado en claro de los sucesos de Charlottesville es que Donald Trump no sabe ni como apagarlo ni como evitar las llamas.

Be the first to comment

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.