La abuela tenía razón

El primer mandamiento de la economía, de cualquier economía –la de una familia, la de una empresa o la de un país– es simple y muy sencillo de enunciar: nunca debe gastarse más de lo que se ingresa. Quien lo practica verá su balance bendecido por los números negros y la tranquilidad, quien lo viola se hunde en el marasmo del déficit, la deuda y los problemas financieros de largo alcance que ambos acarrean.

Algo tan elemental nos lo advertía nuestra abuela, aparentemente ignara en cuestiones económicas, pero versada de sobra en cuadrar el que posiblemente sea el presupuesto más complicado de todos, el de una familia española de hace cincuenta o sesenta años. Por boca de nuestra abuela hablaba la voz de la experiencia y la tradición. Durante siglos generaciones y generaciones de abuelas han dado el mismo consejo a sus nietos para que éstos evitasen a toda costa despeñarse por el abismo de la ruina económica. Y lo hacían porque así se lo habían transmitido sus propias abuelas. Nunca debe subestimarse la inteligencia colectiva de la especie.

Lo que las abuelas de todas las latitudes no pueden ni imaginar es que ciertas teorías económicas, todas del siglo XX, iban a recomendar exactamente lo contrario: el crédito, bonito eufemismo que encubre su inevitable consecuencia, el endeudamiento o, lo que es lo mismo, gastar de manera sistemática por encima de las propias posibilidades. Por suerte para los particulares el freno a la orgía de crédito lo ponía el banco, cuyo principal negocio consistía hasta no hace mucho en rebañar un porcentaje prestando el dinero que otros habían depositado.

Esto ya no es así. Los bancos parece que fabrican el dinero y, aunque lo cierto es que no lo hacen, lo multiplican hasta el infinito en una cadena interminable de préstamos. Este fenómeno ha hecho creer a muchos que si no son ricos es porque no quieren. Con todo, al final, las personas corrientes y molientes terminan encontrando un límite crediticio –generalmente alto– que no pueden sobrepasar. A partir de ahí, y por culpa de desafiar las enseñanzas de la abuela, viven y trabajan durante años para devolver lo que en mala hora pidieron prestado.

No ocurre lo mismo con los Gobiernos, auténticos monstruitos que una vez han consumido hasta el último céntimo extraído a la fuerza a los contribuyentes, se amorran a la inagotable ubre del crédito bancario. Lo hacen, según aseguran, por mantener los servicios públicos, aunque lo cierto es que éstos se podrían costear perfectamente con los elevadísimos impuestos que pagamos. La razón por la cual la administración es adicta a pedir prestado es su incontinencia en el gasto. Esto, obviamente, se cuidan mucho de reconocerlo y tratan de tapar su adicción tras la cortina de la charlatanería política.

Nuestra abuela nunca hubiese aprobado, por ejemplo, que por cada 100 euros que ingresa el Estado gaste 110, pero eso es exactamente lo que hizo el Gobierno español durante el pasado ejercicio. El resultado lo tenemos a la vista. Nuestro país se encuentra al borde de la bancarrota y nadie sabe muy bien como los políticos van a devolver lo que han pedido prestado en los últimos años para mantener su costoso tren de vida. Los que cometieron tamaña insensatez, además, nunca pagarán por ello. En el peor de los casos las urnas les sacarán del Gobierno y ahí se extinguen sus responsabilidades.

El contribuyente se encuentra entonces con que será él –o sus hijos y nietos– quien tenga que apechugar con las alegrías propias y ajenas destinando trabajo presente para pagar consumo pasado, consumo que, para colmo, ni siquiera disfrutó. Este es el corolario de la ecuación de la abuela. Endeudarse, es decir, consumir hoy el trabajo de mañana es propio de inconscientes; consumir hoy el trabajo que otros harán mañana lo es de criminales. Si nos vemos como nos vemos es por culpa de una mezcla entre ambos. Y no hay más teoría económica que añadir.

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