Los servicatos

El vestigio más perdurable del siglo XIX en España no es la verbena de San Isidro, a la que ya sólo van cuatro matados vestidos de chulapos para ver si hay suerte y salen en Madrid Directo marcándose un chotis, sino los sindicatos de clase. Sí, los ugetés, los ceceoos y toda la comparsa de estómagos agradecidos a quienes les tocó la lotería cuando, durante la Transición, los políticos de entonces montaron un régimen que consagró para siempre un sindicalismo pleistocénico, cargado de prejuicios bobos y, sobre todo, entregado al Poder en cuerpo, barba y alma.

Es por eso normal que, aunque haya cinco millones de parados, los sindicatos –transmutados ya en servicatos– sigan tocando la misma tarantela desde hace treinta y pico años. A pesar de que nuestras leyes laborales no produzcan más que desempleo crónico y que la competitividad de nuestra economía esté a la altura de la de Bielorrusia, las recetas son siempre las mismas y han de entenderse de un modo reflexivo. Es decir, más protección, pero para ellos; más gasto social, pero para emplearse en sus delirantes proyectos de dilapidación con cuenta a terceros; más tiempo libre, pero sólo para sus liberados, que viven en el ocio perpetuo; más derechos, pero a costa de orillar los de los demás.

Los servicatos son, pues, una casta parasitaria no muy diferente a la de los políticos. Una casta, además, que no hace sino crecer gracias al plus de legitimidad que les concede el régimen y al hecho de que se amamanten de los presupuestos generales del Estado, un saco que se llena expoliando las rentas de los que sí trabajan. No necesitan afiliados ni hacer méritos. No han generado un solo euro de riqueza ni han creado un solo empleo que demande el mercado, es decir, la gente. Tampoco les hace falta, porque su labor no es esa, sino mantenerse con vida y reproducirse como cualquier otra agencia estatal. Son servicatos y hacen lo que les dicta su naturaleza: obedecer y mantener la alerta por si algo o alguien amenaza su regalada existencia.

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