Loterías y marcha atrás

Catorce millones de euros tirados, literalmente, a la basura. Anuncios en prensa, televisión, radio e Internet, todas las grandes ciudades del país empapeladas y la madrileña plaza de Callao tomada por unos globos gigantes que anunciaban la próxima salida a Bolsa de Loterías y Apuestas del Estado. Al final para nada. El Gobierno se ha echado atrás porque “no se dan las condiciones adecuadas del mercado”. Lo cierto es que tampoco se daban hace diez meses, cuando Zapatero anunció ufano la privatización parcial de una de las últimas grandes empresas que quedan en manos del Estado. Y menos aún el pasado miércoles, día en el que el ministerio anunció que la compañía pública empezaría a cotizar en el parqué madrileño el próximo 19 de octubre.

Como con casi todo en el zapaterismo, las privatizaciones de última hora –motivadas no tanto por convencimiento ideológico como por acuciantes urgencias de liquidez–, han terminado en una antológica chapuza que, ni llegando a buen puerto, conseguiría equilibrar las cuentas públicas. Esperaban ingresar con la operación entre 7.000 y 8.000 millones de euros, una cantidad respetable pero insignificante para mantener el tren de gasto del Gobierno central y los autonómicos. Como botón de muestra sirva la última emisión de deuda realizada por el Tesoro: 4.457 millones de euros que Salgado pidió prestados hace diez días en el extranjero para atender gastos ordinarios.

Y es simplemente una más, el Tesoro lleva emitiendo papel como un poseso desde hace más de dos años, sin que nada ni nadie consiga parar esa máquina de endeudamiento masivo que va a poner muy difícil la recuperación. Ni aunque se vendiese Loterías al doble de lo previsto serviría de mucho si el Gobierno sigue empeñado en cabalgar sobre el déficit. Dicho esto, que el Estado se desprenda de empresas públicas es algo esencialmente bueno. El Gobierno no tiene porque ser lotero o gestor aeroportuario. El Gobierno tiene que gobernar, fijar el marco regulatorio correspondiente y garantizar el imperio de la Ley. Ahí termina su labor y comienza la de la sociedad.

Pero, si bien privatizar es bueno, no lo es a cualquier precio y de cualquier manera. Liquidar a precio de risa y por pura oportunidad política empresas que valen mucho más de lo que hoy el mercado estaría dispuesto a pagar por ellas es un disparate. A no ser, claro, que se quiera beneficiar a los empresarios cercanos al poder. En la mente de todos está la reprivatización del grupo Rumasa, culminado en la larga noche del felipismo y que posibilitó que los amigos del entonces presidente del Gobierno hiciesen fabulosos negocios a costa del contribuyente. Como hay precedentes, toda desconfianza es poca y el escrutinio sobre las privatizaciones debe ser exhaustivo por parte de la Justicia, la prensa y, por descontado, la sociedad civil, que es, en última instancia, a quien deberían pertenecer las empresas a través de los equilibrios que le son propios al mercado.

Probablemente no sea este el mejor momento de vender Loterías y quizá tampoco lo sea el año próximo. La patata caliente estará, como muchas otras, dentro de unos meses en manos de Mariano Rajoy, heredero de un país ingobernable y, sobre todo, de un patrimonio envenenado.

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