Nicaragua: peor para el mundo

A principios de septiembre el Consejo de Seguridad de la ONU se reunió para tratar la crisis en Nicaragua. El asunto lo llevó el representante de EEUU en el Consejo a pesar de que Rusia y China se oponían a debatirlo. Pero EEUU ostenta la presidencia rotatoria y consiguió que al menos el tema saltase a la primera plana de los periódicos.

Para que no pareciese aquello un ajusticiamiento invitaron al ministro de Exteriores de Nicaragua, un tal Denis Moncada, para que ofreciese su versión de los hechos. Todo terminó como se esperaba. Moncada lo negó todo y acusó a EEUU de entrometerse en la soberanía del país. Nadie le hizo el menor caso. Hoy Nicaragua es un paria internacional y simplemente no se le toma en serio.

En cualquier otro momento, hace ocho o nueve años, se hubiese armado un buen escándalo. Venezuela habría puesto en marcha su maquinaria de agitación internacional y todos los partidos de izquierda de América y Europa estarían ya metidos en una campaña similar a aquella de «manos fuera de Venezuela» que organizaron hace no tantos años. Pero el socialismo del siglo XXI está para pocos trotes y su inspiradora, la triturada Venezuela, sobrevive a duras penas.

Daniel Ortega movió todas las fichas que pudo para evitar que esa reunión tuviese lugar. No sólo las diplomáticas, sino también las de relaciones públicas. Ortega es un tipo muy huraño. En diez años no ha concedido apenas entrevistas, vive recluido tras los bastidores del poder e incluso invita a que su esposa, Rosario Murillo, capitalice la imagen del régimen.

Pues bien, de unas semanas a esta parte la actividad en prensa de Ortega ha sido frenética. Abrió las puertas de la casa presidencial, el llamado complejo de El Carmen, un fortín amurallado en el centro de Managua compuesto por siete casas, varias calles, un campo deportivo y parte de un parque. Desde allí ha querido ofrecer una imagen amable de su régimen a todo medio internacional que ha solicitado verle.

La tardía reacción del Gobierno no ha tenido éxito. El horror que viven en Nicaragua desde que se iniciaron las manifestaciones en abril es muy difícil de ocultar. A día de hoy se calcula que han muerto unas 450 personas y hay más de 2.500 heridos, la mayor parte de ellos a manos de la policía o de los cuerpos parapoliciales que hostigan a los manifestantes por encargo del Gobierno. Para un país pequeño de sólo seis millones de habitantes algo así constituye algo muy parecido a una insurrección masiva. Unas cifras similares extrapoladas a países más poblados como México, Colombia, Argentina o la propia España supondrían miles de muertos y decenas de miles heridos.

Por más que Ortega niegue la gravedad de los hechos y se limite a decir que han sido simples disturbios, lo cierto es que no sólo ha redoblado la represión, sino que ha puesto sobre la mesa todo lo que tenía a mano. Incluido, claro está, el recurso a toda su clientela. Ha movilizado a los empleados públicos y a toda su base social para transmitir a exterior una falsa imagen de normalidad.

Estamos ante el viejo manual castrista de gestión de crisis. Primero el palo: policía, detenciones, turbas descontroladas, torturas y cárcel. Luego manifestaciones de apoyo de los incondicionales del régimen, muchos de ellos obligados porque trabajan para el Estado y de no hacerlo serían despedidos. Nada que no hayamos visto ya en infinidad de ocasiones tanto en Cuba como más recientemente en Venezuela.

Es una curiosa dualidad que les funciona de maravilla. Por un lado la estampa bronca y represiva, por otro el talante conciliador cuando, envueltos en la bandera, se presentan ante los suyos. Un ejemplo lo tenemos en la expulsión el mes pasado del Alto Comisionado de Naciones Unidos para los Derechos Humanos. El comisionado se presentó en el país a petición de las organizaciones opositoras para observar sobre el terreno los destrozos causados por el Gobierno.

Según aterrizó en Managua fue expulsado. Acto seguido Ortega compareció por televisión asegurando que la visita del comisionado era un ardid del imperialismo y el viejo colonialismo europeo, el clásico comodín castrista que se lleva empleando 60 años sin apenas alterar una coma. El comisionado en cuestión no es europeo, es jordano, se llama Zeid Raad Al Hussein y en el pasado se había posicionado contra los EEUU a cuenta de su apoyo al Estado de Israel.

Pero no importan los hechos, jamás le importaron a la camada castrista que obedece siempre al lema «si el mundo se pone en tu contra, peor para el mundo«. No tienen nada que temer en casa. Montan dispositivos de control social perfectamente engrasados para perpetuarse en el poder. Y lo consiguen. Ahí tenemos las seis décadas de poder omnímodo en Cuba y los casi veinte años de chavismo como inequívoca muestra de ello.

En Occidente esta retórica también funciona. Hay mucha gente deseosa de ser engañada. Gente a la que las pruebas fehacientes de represión salvaje, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, obstrucciones sistemáticas a los medios de comunicación, detenciones masivas y torturas les entran por un oído y les salen por el otro.

Pero lo más triste de esta ya de por si triste historia de Nicaragua es que no interesa a nadie. El país es minúsculo y su economía insignificante. No supone, además, una amenaza para la seguridad regional porque, a diferencia del sandinismo de los años ochenta, el de hoy en día se conforma con controlar el poder. No quiere expandir su revolución a otras partes de Centroamérica.

Tampoco, a pesar de toda la charlatanería anti imperialista, desafía a los EEUU como en los tiempos de Reagan. Es una rareza tropical con la que se puede convivir. No llega siquiera a la categoría de grano en el trasero que ostenta la Venezuela bolivariana. Y aún así ahí tenemos a los venezolanos ignorados de plano tras todo tipo de desmanes por parte del Gobierno. Maduro ha quedado parcialmente aislado internacionalmente, pero le siguen comprando petróleo, que es sobre lo que se sustenta su régimen.

Nicaragua no tiene ni petróleo y su hundimiento sólo afecta a Costa Rica, otro pequeño país que está pagando los platos rotos de todo esto en forma de una ola de refugiados que entran desordenadamente y en grandes cantidades desde hace meses. Pero el Gobierno costarricense clama en el desierto, casi lo mismo que Colombia hace un par de años.

Esto nos lleva a concluir que, más por la fuerza que por la persuasión, el régimen sandinista ya convertido en una dictadura sin careta, buscará estabilizarse. En cierto modo es lo que Ortega deseaba desde hace años: una coartada para mantenerse en el poder para siempre y poner punto final al experimento democrático nicaragüense. Mal que nos pese lo está consiguiendo y no será porque no se advirtió con tiempo.

Be the first to comment

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.