Olímpica resaca en Río de Janeiro

Hace solo seis meses que concluyeron los Juegos Olímpicos de Río y hoy muchas de sus instalaciones están ya abandonadas. Los cariocas ya solo se acuerdan del evento para maldecir su suerte, y para culpar de ella a los políticos por el dispendio inmenso que supuso en un país que atraviesa una profunda crisis económica y cuya clase política está envuelta en mil casos de corrupción. Hace ocho años, en 2009, cuando el COI adjudicó a Río la celebración de los Juegos el país era otro, estaba en plena burbuja, y los que hoy maldicen entonces festejaban. En aquel momento mágico Brasil tenía ya el encargo de organizar el Mundial de fútbol de 2014 y en la misma Río se habían celebrado los Juegos Panamericanos de 2007. Algunos advirtieron de que estos excesos se terminarían pagando. Así ha sido. Se han terminado pagando. Muy caro, por cierto.

Los seis mil millones de dólares que costó la Olimpiada se han ido por la alcantarilla, algo similar a lo que ocurrió en Atenas en 2004 pero esta vez sus efectos se han visto mucho antes. Desde hace un tiempo no hay ciudad que salga bien librada de la organización de unos JJOO. En Londres todavía se quejan por el despilfarro que supusieron los de 2012, los más caros de la historia. Un gasto que no se ha correspondido con los ingresos que ha recibido la ciudad. De ahí que muchas ciudades candidatas se lo estén pensando dos veces. Para los Juegos de 2020 Roma ya se ha descolgado y pronto lo hará Budapest. Solo quedan en liza Los Ángeles y París. Para los de invierno de 2022 Estocolmo y Oslo se han dado asimismo de baja. De modo que la sede de los mismos será Almaty, en Kazajistán, o Pekín.

No es la primera vez que sucede algo así. Ya en los años 70, tras las Olimpiadas de Montreal, hubo problemas para encontrar candidatos. Nadie quería organizarlos. Costaban mucho y dejaban poco. Viendo lo que vemos ahora en Río la cosa tiene su explicación. El estadio Maracaná, convertido durante aquellos días de agosto en la postal de los Juegos, languidece dejado a su suerte. Le han robado los asientos de las gradas y el césped está seco. Los vándalos campan a sus anchas por un estadio que, por lo demás, es todo un símbolo del deporte brasileño y hasta diría que mundial. Tiene casi 70 años de historia a sus espaldas. Si tuviésemos que decir de memoria tres estadios uno de ellos sería este. Pues bien, renovarlo para el Mundial de 2014 y las Olimpiadas de dos años después costó 500 millones de dólares. Y como Maracaná están buena parte de las instalaciones. Se salva el Estadio Olímpico pero porque el Botafogo lo emplea para jugar sus partidos de liga.

Esto me lleva a sacar algunas conclusiones.

La primera es que visto que la relación coste-beneficio de los Juegos es tan mala al final solo los celebrarán países autoritarios tipo China o las ex repúblicas soviéticas. Ahí tenemos el caso de Pekín o Almaty para los de 2022 como ejemplo. Solo este tipo de Gobiernos que carecen de fiscalización pueden permitirse los sobrecostes y el efecto de ver como  instalaciones muy costosas quedan después abandonadas. Quizá en el futuro veamos como las Olimpiadas son ese tipo de evento que se celebran solo las dictaduras y al que van a competir los atletas de los países libres.

La segunda conclusión es que los JJOO, arquetipo del macroproyecto estatal financiado con toneladas de dinero público, no resuelven ningún problema y crean unos cuantos que no existían. Los vemos en Brasil, arrasado por la corrupción y con la economía en caída libre. Es decir, los Juegos no sirven a los habitantes de una ciudad sino a sus políticos. Son, en definitiva, proyectos políticos que atienden necesidades políticas. En Madrid lo sabemos bien. En nueve años como alcalde, Alberto Ruiz Gallardón trató de traer las Olimpiadas tres veces: las de 2012, las de 2016 y las de 2020. Por fortuna no se las concedieron en ninguna de las ocasiones y eso que nos hemos ahorrado.

Con esto de los Juegos los políticos obtienen visibilidad y se sienten legitimados para gastar a discreción. Un gasto que nadie cuestiona porque la ocasión es tan magna que justifica todo. Esa máquina de gasto abre las puertas, al menos a corto plazo, a otra máquina, la de la reelección, que es lo que busca el político.

La tercera conclusión es que, a pesar de que todos sabemos lo que va a pasar, nadie se opone al principio. A mi juicio esto se debe a que la celebración de unos Juegos opera en tres planos distintos. Por un lado el plano político. Buscan ser reelegidos y pasar a la historia. Sobre ese se monta el plano económico, el del amigo del político, el contratista público que acude al olor del gasto público como las abejas al panal. Por último, en el contribuyente, el contribuyente ingenuo quiero decir, se produce un autoconvencimiento de tipo psicológico. El que paga la fiesta se queda con la parte estética. Viene a decirse algo así como «si, cuesta mucho, pero qué bonito es el estadio olímpico, las piscinas olímpicas, la villa olímpica… además, esto lo van a pagar los turistas que vengan, ¿o no?»

El resultado es que al final todo el mundo está de acuerdo. La clásica sobrestimación de los beneficios y subestimación de los costes. Esto es aplicable a todas las grandes obras públicas pero con los JJOO alcanza su perfección ya que tras ellos está el deporte, es intersección donde se cruza el glamour, la buena conciencia y el escaparate internacional.

Luego, cuando llega la resaca, que siempre llega (tan solo difiere la intensidad de la misma), lo hace también el enfado y el mal humor, especialmente del contribuyente, que se siente estafado: «¿pero con esto no íbamos a ser ricos y felices?» Pues no, no son ni una cosa ni la otra. Están puteados y arruinados. Pero, curiosamente, no se termina de aprender. Unos años más tarde aparece un político con el mismo cuento y la gente recae. Lo de Río servirá durante unos años, luego se olvidará y todo volverá a empezar.

Una pequeña muestra fotográfica de lo que queda de Río 2016.

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