Paradojas sobre la energía

central-nuclear-almarazPocos asuntos hay tan controvertidos y polémicos como la energía en general y, no digamos ya, la energía eléctrica. Todos, sin excepciones, hacemos un uso intensivo de ella pero sólo unos pocos se muestran a favor de generarla en abundancia para que su precio caiga y aumente nuestro nivel de vida. De hecho, la de la electricidad es la única industria cuya publicidad insiste en que se consuma menos y no más, como sería lo lógico. Si algo así sucediese con, pongamos por caso, los fabricantes de automóviles o las cadenas hoteleras pensaríamos que sus dueños han perdido el juicio, pero en el caso de la energía estamos, por principio, a aguantar cualquier cosa que tengan a bien echarnos.

El origen de esta relación de amor-odio que nos produce la generación de electricidad está en la persistente propaganda ecologista, que ha encontrado en este tema un talismán que nunca falla. Así, por ejemplo, después de años de dar la paliza con las centrales nucleares y térmicas, de predicar a los cuatro vientos que el futuro reside en las renovables, parte del movimiento ecologista ha derivado en una curiosa postura consistente en demonizar cualquier modo de generar energía eléctrica, aunque sea con un molinillo de papel. Si las antiguas centrales de carbón contaminaban la atmósfera, los actuales parques eólicos afean el paisaje, las novísimas granjas solares son depredadoras de suelo y así hasta el infinito.

Lo que habita tras la llantina ecologista es conocido por cualquiera que tenga ojos en la cara: odian el mundo tal cual es y quieren convertirlo en algo hecho a su medida. Como los comunistas de antes pero sin tomar el Palacio de Invierno y con grandes dosis de buenismo naif que los hace parecer iluminados de una nueva fe cuya revelación sólo conocen ellos. El misterio, por lo tanto, no radica en los profesionales del ramo sino en los que no son ecologistas, es decir, en los que cuidan y disfrutan del medio ambiente una vez tienen atendidas otras necesidades más perentorias.

¿Por qué adoramos la electricidad con una mano y aborrecemos de ella con la otra? Probablemente sea por lo mal informados que estamos y lo dados que somos a creernos cualquier patraña. Queremos seguir disfrutando de las comodidades que la vida moderna nos ofrece pero, a la vez, nos culpabilizamos por ello. Rara vez pensamos que, para que una bombilla se encienda, hay que generar la electricidad que hace posible el milagro, y hay que hacerlo en el mismo momento en que apretamos el interruptor. Llevan treinta años diciéndonos que ese acto tan inocente, y por el que las generaciones que nos precedieron hubieran dado cualquier cosa, tiene un coste altísimo: el aire que respiramos, el agua que bebemos o, ya metidos en catastrofismos, el planeta mismo que habitamos.

Con certidumbres semejantes pocos se plantean que casi cualquier actividad humana modifica el entorno y que esta modificación no es siempre para mal. Evidentemente, hay muchos modos de generar energía pero todos conllevan un coste que no sólo es medioambiental. La electricidad está sometida a las mismas leyes que cualquier otro bien y su producción es sujeto de idénticos avances en materia tecnológica. La desinformación y su inevitable consecuencia, la regulación estatal, nos está llevando a producir mal y a alto precio. Nadie, naturalmente, se queja de ello. Se impone el pensamiento mágico que actúa como un bálsamo para la conciencia herida del que tiene el cerebro lavado. Los mismos que no tolerarían precios abusivos en otros productos pagan sin rechistar la factura de la luz. Una paradoja más a añadir al reino del sinsentido en que se ha convertido todo lo que toca a la energía, la misma que le ha permitido comer caliente hoy, la misma que ha hecho posible que usted llegue hasta este punto del texto, la misma que, según algunos, se va a cargar el planeta.

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