Pepiño Blanco, el señor de los «corrutos»

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No tiene estudios universitarios, ni falta que le han hecho. A punto de cumplir los 50 ha sido todo lo que se puede ser en política. Pero, ay, el que mucho hace mucho tiene de lo que arrepentirse. Ahora se encuentra en el tirador por un asuntillo del que no quiere ni oír hablar. Él, martillo de corruptos, toma dos tazas de su propia y amarga medicina.

El momento más bajo de la centenaria historia del PSOE quizá no sea la Semana Trágica de Barcelona, ni las amenazas a Maura en sede parlamentaria, ni siquiera el golpe del 34 y las checas durante la Guerra Civil. El momento en el que el partido fundado por Pablo Iglesias tocó fondo fue cuando José Blanco, más conocido como Pepiño, diputado por la provincia de Lugo, fue elegido como secretario de organización tras la inesperada toma de control del partido por parte de José Luis Rodríguez Zapatero.

Y no ya por su clamorosa falta de formación académica o sus más que evidentes defectos de dicción que, a estas alturas, ya debería haber corregido, sino por el espíritu de sectarismo sin tasa que el lucense trajo a la política nacional. El PSOE, lamentablemente, nunca ha sido el SPD alemán o el laborismo británico. Le ha faltado cabeza y le han sobrado ganas de darle la vuelta a la tortilla a cualquier precio. Solo así puede entenderse que alguien como Pepiño haya llegado tan lejos en tan poco tiempo. Es quizá el mejor exponente de la caprichosa asignación de recursos humanos en los partidos políticos españoles.

Se hizo famoso por aquello de los “corrutos”, en referencia a los dos diputados de la Asamblea de Madrid que se negaron a pactar con Izquierda Unida en Leganés entregando con ello el Gobierno regional a Esperanza Aguirre. Al final el fantasma de la corrupción ha terminado entrando en su casa de mano de un empresario gallego que dice haber corrompido a Blanco para obtener un trato de favor. Quien lo iba a decir. Él, azote de “corrutos” y comandante en jefe de la tropa socialista durante ocho años, colocado Dios sabe por quién y con qué espurias intenciones entre la espada y la pared. Y lo que es peor, obligado a dar explicaciones cuando siempre fue él quien las pedía.

Por la boca muere el pez

Blanco ha competido duramente con su mentor Zapatero y con las más conspicuas ministras de la cuota durante la última década por batir un curioso récord: el de la declaración más delirante. De todo lo que ha salido por la boca de Blanco, pequeña como la de un alevín de rodaballo a decir del maestro Campany, tal vez la más chocante es la que profirió allá por el año 2008, cuando se estaban celebrando las primarias en Estados Unidos. El todavía secretario de organización socialista decía: “Me he resistido en estos últimos meses a confesar públicamente mi simpatía hacia Barack Obama para no interferir en lo más mínimo en el proceso de elección que estaba desarrollando el Partido Demócrata». Quizá pensaba que los capitostes de la campaña de Obama estaban en vilo por la opinión de Mr. Blanco. O quizá, y esto es más probable, habituado a hacer y deshacer en las listas de su propio partido, supuso que esas palabras de apoyo obrarían el milagro de que su inexistente homólogo Demócrata hiciese lo propio con Obama.

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