Podemos o el irresistible olor de la moqueta

Es duro de aceptar, pero nadie hasta la fecha ha dado con el significado exacto del término casta, entendida al menos según el uso mayoritario que le damos en España desde hace cosa de un par de años. Al primero al que se la oí pronunciar con ese sentido fue a Enrique de Diego en un programa que tenía en la radio hace ya bastante. La repetía una y otra vez cargándola de un veneno paralizante que luego inyectaba sobre los políticos, sobre todos los políticos, sin distinción de credo aunque con predilección por los de los partidos del turno. De Diego en aquel entonces repartía guantazos a diestro y siniestro con gran deleite íntimo y mucha mala hostia. Fue, digamos, un pionero y a los pioneros siempre se les olvida. A la historia pasan otro tipo de personajes: los fundadores, que son los que saben apropiarse del hallazgo del pionero y proyectarlo hacia el futuro.

Quizá Enrique tomó prestada la palabra –y su endemoniada carga semántica– a Daniel Montero, un periodista que allá por 2009 publicó un libro titulado “La casta: el increíble chollo de ser político en España”. Es probable que Montero se inspirase en otro libro, esta vez publicado dos años antes en Italia, que cargaba contra los políticos transalpinos refiriéndose a ellos como “casta”, que en italiano se dice igual y viene a significar más o menos lo mismo. El libro de Montero lo leí en su momento y me gustó. Era grato oír de un outsider algo que los liberales venimos advirtiendo desde hace tanto tiempo. Esto es, que cuando el Estado crece mucho y dispone de generosos presupuestos lo primero que genera es una casta de políticos y funcionarios dilapidadores, cuya principal función pasa a ser mantenerse en el machito y ampliar el alcance de sus fechorías.

Al final, y unos cuantos años después de que los pioneros diesen el queo, un grupo de profesores de políticas de la Complu supieron erigirse en fundadores. Hablo de Podemos, a quien le debemos que lo de la casta haya pasado al imaginario popular. Hoy decir casta es lo mismo que decir políticos, pero solo los que llevan en eso desde hace muchos años. Los recién llegados, obviamente, no son casta. Esa descripción vaporosa de la casta, con tintes generacionales y muy apegada a la Transición como momento inaugural de la España de hoy, es la que ha terminado imponiéndose. Podemos alumbró de esta manera la “setentocracia” que impera hoy en la política española y que se resume en que si naciste en la década de los setenta eres trigo limpio. Sobre los que tuvieron la mala pata de nacer antes recae la sospecha de haber formado parte del denostado sistema. Monedero es una excepción porque, aunque tiene ya más de cincuenta tacos y más conchas que un galápago, sigue pareciendo un chavalín y, lo que es mejor, conecta con los ninis mejor que los propios ninis.

La idea, que en sí tiene mucha fuerza porque identifica lo viejo con lo malo y lo nuevo con lo bueno, conllevaba sus riesgos. Por un lado podía aparecer otro grupo de novísimos y jovencísimos que les levantasen la liebre. Esto es lo que está sucediendo con Ciudadanos. Por otro, la separación de la política entre la bondad absoluta de los noveles y la maldad sin tasa de los veteranos, implicaba que unos y otros no se podían mezclar. El agua limpia y el agua sucia dan, a fin de cuentas, agua turbia. Esto les ha obligado a hacer auténticos equilibrios en el alambre, algunos meritorios por su ambición, como cuando trataron de desalojar a los viejos comunistas en Izquierda Unida de Madrid. La operación Tania creo que la denominó la prensa. La jugada no les salió. España es, después de todo, un país de viejos bien alimentados, con buena salud y carrete para muchos años más. El desdén por la vieja política que exhibían con descaro en las tertulias de la tele no les sirvió de nada a la hora de la verdad.

Aquel desastre y el bofetón de realidad de las elecciones andaluzas –que quizá haya fijado su techo electoral– les ha situado ante la fatalidad de su propio destino de activistas de izquierda que quieren vivir a costa del presupuesto. Si pretenden ser algo en esta industria necesitan llegar a acuerdos con los que ya están, con los viejos, con “los del sistema”, con la casta, en suma. Para eso hay que archivar odios, postergar venganzas y aparcar rencores. Para eso hay que ofrecerse al mejor postor, poner la mejor cara y bailar con la más bonita. En Andalucía la más bonita es el PSOE de Susana Díaz. Ella y solo ella les puede abrir de par en par las puertas del Olimpo. Por esta razón el politburó madrileño de la formación ha insistido tanto en eliminar trabas mientras el politburó sevillano, que está a pie de calle y sabe lo que se juega, porfía en lo contrario.

El olor de la moqueta, de los cargos de confianza, de los coches oficiales, de las empresas públicas, de los mil y un enchufes administrativos es demasiado penetrante como para abstraerse a él. Lo suyo sería, en honor al espíritu asambleario ese del que tanto presumen, que cualquier pacto lo consultasen con las bases. Pero ya es tarde para las bases. Podemos es un partido, funciona como un partido e ignora a los militantes de base como cualquier partido. Lo difícil, ponerse a tiro de moqueta, ya está hecho. ¿De verdad alguien con dos dedos de frente cree que van a renunciar a todo lo conseguido, que es mucho, por insignificancias tales como que el PSOE sea, con diferencia, el partido más putrefacto de Andalucía?

El sistema es así, así de magnánimo con los políticos que han conseguido volar lo suficientemente alto como para libar de las mieles que emanan del bolsillo del contribuyente. Dije hace unos meses en estas mismas páginas que Podemos al final podría, pero solo no pudiendo. Insisto, la conclusión lógica del sistema setentayochano es Susana Díaz y Teresa Rodríguez dándose un fraternal abrazo que preludie trinques sin cuento y ponga punto final a esta guerra civil de la izquierda que tanto –y para tan poco– nos ha dado que hablar. Entretanto, lo de “casta” podrían tener el detalle de devolvérselo a Enrique de Diego. Se lo agradecerá infinito.

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