California arde como una tea. Lo hace, además, fuera de estación porque estamos a mediados de noviembre y los incendios son comunes en California si, pero en los meses estivales. Sólo en el de Paradise han muerto más de 70 personas y hay unas mil desaparecidas. La catástrofe es de tal envergadura que Donald Trump se ha desplazado desde Washington para supervisar sobre el terreno los devastadores efectos del siniestro.
Muchos se preguntan cómo es posible que se haya producido un incendio de estas características en pleno otoño, por qué ha sido tan mortífero y, sobre todo, qué ha fallado para que al país más rico y poderoso del mundo le ponga en jaque un simple incendio.
La primera vez que ocurre un desastre o si estos ocurren excepcionalmente, es comprensible que coja a todos con el pie cambiado, y para las familias de los fallecidos solo hay palabras de abrumación y mímino consuelo. Ahora bien, cuando los desastres se suceden con cierta regularidad solo cogen con el pie cambiado a los ineptos y a los imprudentes, y para las familias de los fallecidos solo hay balbuceos de excusas que solo agravan el dolor. Las bienintencionadas palabras que el Presidente dirija a los afectados serán una obscenidad, dada su responsabilidad en el alcance de las consecuencias de los incendios, pero serán una bromita comparadas con las que les dirigirá a los afectados del próximo infierno forestal. Las prioridades políticas por encima de los muertos nunca quedan elegantes pero como los muertos se entierran y las prioridades permanecen, suelen estas perseveran.
Un cordial saludo.