¿Qué esperamos de Ciudadanos?

Si lo de Ciudadanos va en serio –que no las tengo yo todas conmigo– podríamos, esta vez sí, empezar a hablar del fin del bipartidismo. Lo de Podemos, por más que se empeñen sus entusiastas seguidores, no es más que una mutación perrofláutico-bolivariana de la izquierda estadoespañolí de toda la vida. A nadie se le oculta que tres o cuatro horas después de concluido el escrutinio Pablo Iglesias y los que manden en el PSOE e IU –más la ensalada habitual de partidillos nacionalistas– llegarían a un acuerdo “de progreso” para repartirse el pastel en una nueva edición del tradicional partido anti PP que tan buenos réditos dio al socialismo zapaterino en el pasado. ¿Se acuerdan de lo del cordón sanitario aquel? Pues eso mismo.

Ahora bien, si por el centro-derecha entra con fuerza un segundo partido la cosa cambiaría significativamente. Los votantes de derechas, que en España hay un montón por más que El País insista –confundiendo como siempre los deseos con la realidad– en que el nuestro es un país de izquierdas, tendrían, por primera vez en veintitantos años, dos opciones a elegir. Sería en cierto modo la vuelta a los años ochenta, cuando Adolfo Suárez y su CDS, aquel inventillo personalista que se sacó de la manga después de ser desalojado de la Moncloa de malas maneras, se apoderó del centro. El gran mérito del primer Aznar fue, de hecho, neutralizar la barquichuela suarista hasta hacerla naufragar en las municipales del 91.

De eso muchos en el PP ya no se acuerdan. Llevan tantos años de alpaca, pisando moqueta, amorrados a la jugosa ubre del Estado que se les antoja imposible que un niñato advenedizo y para colmo catalán pueda meterse en sus predios y desgraciarles medio huerto. Aznar era bien consciente de que la derecha es un concepto muy vaporoso unido más por la negación que por cualquier otra cosa. Ser de derechas consiste esencialmente en no considerarse socialista. Así de simple. Por eso UCD fue siempre una jaula de grillos en la que unos barones que se creían propietarios de una marca determinada –conservadores, democratacristianos, liberales, tradicionalistas, etc– se disputaban el presupuesto a correazo limpio.

Suárez, a diferencia de Aznar, fue incapaz de crear un partido propiamente dicho, por eso duró menos en la poltrona que un rollo de Scottex en un supermercado de Caracas. El acierto aznarista fue botar un navío que de los últimos veinte años ha gobernado doce, constituyéndose además en fuerza hegemónica e imbatible en regiones principales como Madrid o Valencia incluidas, naturalmente, sus capitales. Aznar apostó por convertir al PP en un partido conservador modernito, en la línea de lo que entonces era la derecha europea de Thatcher o Helmut Kohl. Una derecha más o menos liberal que recogía los vientos de cambio que soplaron con fuerza tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS.

Aznar, en definitiva, consiguió crear un marco ideológico propio para la derecha española. Un marco que Rajoy, esa calamidad absoluta puesta ahí a dedo por el propio Aznar, ha desmantelado poco a poco con concienzudo empeño. Hoy el PP no es más que una marca vacía, unas siglas que no representan nada pero que muchos siguen comprando porque no se ofrece otra cosa en las estanterías. Eso, claro, podría cambiar este mismo año. Y es ahí donde entra Ciudadanos, un partido nuevo, tanto o más inmaculado que su contraparte podemita, que, aunque nació para otra cosa, ha terminado encarnando el deseo de cambio de una parte del electorado de centro-derecha. Pero la España de hoy no es la de los años noventa. En el mercado electoral la demanda se ha movido hacia el socialismo boborrón del subgénero clientelar. Esto es un hecho que refrendan las encuestas. En un país de cuarentones estériles que van de jovencitos, criados en la cultura de satisfacer lo inmediato y convencidos de que responder de los propios actos es una fascistada, no podía suceder otra cosa. Los españoles desconfían del capitalismo, de la libre empresa y, en su mayoría, esperan que el Estado provea, no se sabe bien de donde, pero que provea. Al final la cultura de “los derechos” ha terminado por permear a toda la sociedad por más que muchos liberales se nieguen a verlo.

El reto de Ciudadanos no debería ser incardinarse en un orden que no es el suyo, un orden formado durante los años de Zapatero en el que cualquiera que no ofrezca la Luna siempre va a estar en inferioridad de condiciones. Albert Rivera y los suyos deben aspirar a crear un campo de juego, un relato que diría Monedero, en el que se sientan cómodos tanto ellos como sus votantes. En este punto es donde el liberalismo clásico entra en juego. El único antídoto válido para la epidemia socialista que padecemos es una generosa dosis de mercado, bajos impuestos, poca y buena regulación y Estado de Derecho genuino con los poderes bien delimitados. Los principios liberales, ladrillos con los que se han construido los países más libres y prósperos del planeta, son los únicos anticuerpos efectivos contra la tiranía a la que nos veremos abocados si ese frente amplio de izquierda filochavista y reaccionaria hasta la nausea se hiciese con el poder absoluto. En su mano está ser una segunda edición corregida del PP sorayo-rajoyano o erigirse como alternativa real al exquisito cadáver de la calle Génova. Solo tienen una bala, que no la desperdicien.

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