Reagan… ¡y acción!

De los 44 presidentes que, hasta la fecha, ha tenido Estados Unidos sólo unos pocos han conseguido cambiar el rumbo de la historia de un modo decisivo. Uno de ellos fue Ronald Reagan, que ostentó el cargo entre 1981 y 1989. La presidencia de EEUU dura como mucho ocho años exactos, muy poco tiempo político para acometer reformas de calado y mantenerse en el poder lo suficiente para ver los resultados y beneficiarse de ellos. Pero Reagan no era político, sino locutor deportivo y galán de Hollywood, por lo que probablemente desconocía ese siniestro cálculo electoral, esa elemental cuestión de incentivos temporales que siempre se le echa en cara a las democracias.

Reagan nació en un mundo muy diferente del que le tocaría gobernar 70 años después. En 1911 Estados Unidos era una potencia de segunda, la Unión Soviética no existía y aún estaban por estallar las dos guerras mundiales que cambiaron la cara del planeta durante el siglo XX. El pequeño Reagan era un pueblerino de Illinois hijo de un vendedor de zapatos poco o nada interesado en la política. Lo que sí se sentía en casa de los Reagan era pasión por los deportes. Por eso el primer empleo del joven Ronald fue de locutor de los partidos que jugaban los Iowa Hawkeyes. Por aquellas retransmisiones cobraba 10 dólares por partido.

El medio oeste pronto se le quedó pequeño. En 1937 viajó hasta California para hacer una prueba de cámara. Su potente voz, curtida durante años delante de los micrófonos, y su encanto personal sedujo a los cazatalentos de la Warner y se llevó el papel protagonista en la película “Love is in the air”. Su carrera como actor duró 28 años en los que rodó más de 60 largometrajes y decenas de telefilmes. No fue el mejor actor del mundo, pero tenía un público fiel, especialmente femenino, que le seguía con fruición.

Su interés por la política creció conforme avanzaba su carrera cinematográfica. Primero fue demócrata, más tarde, influenciado por un ejecutivo de General Electric con el que tenía amistad, fue evolucionando hacia posiciones más conservadoras. En 1962 formalizó su paso al Partido Republicano. Poco a poco fue abandonando los estudios y llenando las tribunas mitineras, en las que ofrecía a la audiencia unos discursos antológicos en los que abogaba por el libre mercado, los impuestos bajos y la necesidad imperiosa de limitar los poderes del Gobierno. En la campaña del 64 consiguió un millón de dólares en donaciones con un solo discurso llamado “Tiempo de elegir”, lo que le catapultó a la gran política.

Fue elegido gobernador de California en 1967, un cargo que ocuparía durante dos mandatos completos. A partir de ahí Reagan se había convertido ya en la fulgurante estrella del republicanismo. En las presidenciales del 80 barrió al buenista a fuer de inoperante Jimmy Carter, que había sumido a Estados Unidos en una de sus mayores crisis económicas y morales. Reagan sabía que el Gobierno no era la solución sino el problema, que América necesitaba reconciliarse con los Padres Fundadores y que todo eso tenía que hacerse ya, sin esperar a que fuese demasiado tarde.

Su programa era sencillo y se basaba en tres o cuatro principios primordiales: libertad (y responsabilidad) de los individuos, recelo del Estado todopoderoso y aborrecimiento sin fisuras de la barbarie totalitaria que, entonces, encarnaba el imperio soviético y sus satélites. Él, ante todo hombre de acción, dejó la literatura a un lado y se puso a reformar. Bajó el tipo máximo del IRPF del 70% al 28%, desreguló numerosos sectores y le ganó la batalla a la inflación galopante de la era Carter. Durante sus años de Gobierno se crearon 20 millones de empleos y el PIB se disparó un 30% en sólo ocho años. El milagro americano de los ochenta se acababa de consumar.

En el exterior hincó el codo, echó un pulso al comunismo y lo ganó rompiendo de un solo golpe la mesa y el muro de la vergüenza que partía Berlín (y el mundo) en dos partes: la de los libres y la de los siervos. En 1989, doscientos años después de que se promulgase la Constitución americana, dejó el poder y se volvió a casa, como Cincinato, como un Washington resucitado y consciente de que “el futuro no pertenece a los pusilánimes sino a los valientes”.

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