¿Se puede ser más tonto que Tsipras?

El pasado 26 de junio el Gobierno griego dio por rotas de manera unilateral las negociaciones con la Troika, ese término de origen ruso y connotaciones malditas que, por razones desconocidas, todo el mundo prefiere emplear antes que la más descriptiva de “acreedores”, que no otra cosa es la famosa Troika. La ruptura estaba en cierto modo cantada. Desde que la coalición izquierdista Syriza llegó al poder a principios de año su monotema era la renegociación de la deuda pública. Si esto no se conseguía por las buenas vendría el impago por las malas. Lo de declararse en rebeldía esgrimiendo una coartada ideológica para suspender pagos quizá suene muy épico en los mítines, pero el mundo real es cosa bien distinta. Ningún país ha salido bien librado de un impago. Y menos aún de un impago de 350.000 millones de euros cuando, para más INRI, ese país apenas produce nada, casi todo lo tiene que importar y el gasto ordinario de su Gobierno es muy superior a sus ingresos desde hace demasiados años. La deuda es eso mismo, el precipitado final de una consecución de déficits que van sedimentando hasta formar una montaña tóxica e indigerible.

El Gobierno griego sabía desde el principio que el impago no era una opción factible. Se podía emplear a efectos propagandísticos, tanto fuera como dentro de Grecia. En España, de hecho, muchos lo dieron por cierto y hasta salieron a la calle demandando a gritos una quiebra heroica en nombre del empoderamiento colectivo, la dignidad de los pueblos y todo el indescifrable parloteo en el que la izquierda se reboza desde que el marxismo tradicional dejó de ser atractivo para la masa. Luego solo quedaba la vía de la reestructuración, ya entendida al modo tsipreño, una quita generosa seguida de una reprogramación de plazos, ya al modo varoufakiano, una mutualización que permitiría a estos piezas seguir pidiendo dinero hasta el día del juicio final pero poniendo a los contribuyentes alemanes como avalistas.

Tan solo era necesario estirar la cuerda, cosa que venían haciendo desde febrero, para rematar la jugada con un órdago ante el que la Troika, es decir, los acreedores, se terminase rindiendo. La única carta buena que tenía Tsipras era la de echar abajo el euro o, al menos, infligirle un daño irreparable. A eso habría que sumar un batacazo bursátil de grandes proporciones, las primas de riesgo disparadas y una recesión de caballo. No es casual que, en los días previos al referéndum, muchos asegurasen convencidos que si Grecia salía del euro estábamos ante una segunda edición corregida y aumentada de lo de Lehman Brothers. Obviamente se habían tragado el señuelo, no tanto por mala fe como por desinformación. Las cosas de la economía son áridas, es normal que la gente hable de oídas y en las tertulias de la tele suelen invitar a indocumentados que no saben de nada pero que, al pontificar como santones, terminan convenciendo al personal de estupideces sin fundamento.

El órdago se articuló en dos tiempos de diferente intensidad. Primero la ruptura de las negociaciones, que previsiblemente incitaría a los acreedores a rebajar sus pretensiones. No olvidemos que eso es a lo que vienen jugando los diferentes Gobiernos griegos desde hace años, y les ha funcionado. Como esta vez no se obró el milagro Tsipras pasó al plan B, una inesperada consulta popular que pondría a la Troika en modo pánico y a sus seguidores en modo orgasmo. Si salía que sí la negociación se reanudaría, pero en otra mesa en la que el ejecutivo heleno dispondría de mejores cartas, empezando por las que le acababa de entregar su propio pueblo. Si salía que no… bueno, era poco probable que saliese que no, aunque siempre cabía la posibilidad de pegar un sartenazo y montar una pequeña Venezuela junto al Egeo, que es, en última instancia, lo que perseguía una parte importante de su partido.

Tsipras no entendió que esta vez se la estaba jugando con una panda de golfos amorales como él pero que, a diferencia de él, llevan colgada al cuello la llave de la caja de caudales

Al final sucedió lo que no estaba previsto que sucediese. Tsipras ignoró varias cuestiones elementales. La primera que a los acreedores no se les debe amenazar cuando se debe tanto y se produce tan poco. La segunda que, aun condonándoles todo lo que deben, seguirían necesitando transferencias porque el problema principal de Grecia no es la deuda, sino el déficit. Como ya apunté más arriba que la deuda no es más que la consecuencia directa de gastar más de lo que se ingresa. El Estado griego gasta mucho más de lo que mete en la caja y aspira a seguir haciéndolo por los siglos de los siglos. La tercera es que subestimó el nivel de hartazgo de sus socios, a quienes, por si las amenazas eran poca ofensa, se encargó de rociar de insultos durante aquellos días con el concurso entusiasta de la perroflautada de Podemos en España, el lumpen del Frente Nacional en Francia y el artisteo de todos los países. La cuarta es que pensó que aún queda alguien en el mercado internacional que tiene en cuenta a la comatosa economía griega. El famoso Grexit estaba más que descontado. Por eso la Bolsa apenas se inmutó y la cotización del euro se mantuvo donde estaba. La quinta y fundamental es que los acreedores de Grecia no son inversores privados, sino otros Gobiernos a quienes un impago no quitaba demasiado el sueño ya que, una vez consumado, lo cargarían a lomos de sus respectivos contribuyentes. Tsipras, en definitiva, no entendió que esta vez se la estaba jugando con una panda de golfos amorales como él pero que, a diferencia de él, llevan colgada al cuello la llave de la caja de caudales.

Tantos errores en tan poco tiempo le han conducido al fondo del barranco en el que se encuentra ahora mismo. A pesar de que los acreedores han dulcificado la caída aviniéndose a un nuevo préstamo, está tan al descubierto que fuera de Grecia es un bufón y dentro un apestado. Le queda poco más que convocar elecciones, pulverizar su mayoría de las últimas elecciones y hacer mutis por el foro sin que lo adviertan los chicos de la gasolina que vuelven a hacer de las suyas en la plaza Syntagma. En serio, ¿se puede ser más tonto que Tsipras?

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