Spanair… y que pase el siguiente

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Con la suspensión de vuelos y previsible quiebra de Spanair se cierra no sólo una etapa nefasta de la historia de la aviación comercial española, sino la pequeña historia de una compañía aérea que, en su momento, fue modélica en casi todos los aspectos. El viernes por la noche el último de los aviones de Spanair aterrizó en el aeropuerto de El Prat poniendo así el punto final a más de un cuarto de siglo de historia. Durante todo este tiempo, una eternidad en términos de la industria aérea, sus aeronaves han llenado los aeropuertos españoles y los de buena parte de Europa. Ha sido un transportista fiable tanto en sus operaciones regulares –que inauguró en 1994–, como en los vuelos chárter, que fueron durante muchos años el corazón de su negocio.

Pero el mercado aéreo es implacable, cualquier error se lo cobra con creces. Las empresas que compiten en este difícil sector lo saben bien. Son extremadamente sensibles a los precios del petróleo, necesitan invertir grandes cantidades en la compra y mantenimiento de las flotas y son intensivas en trabajo cualificado. El milagro de los vuelos comerciales al alcance de cualquier bolsillo se lo debemos a estos empresarios que hacen de la necesidad virtud. Spanair no era una excepción. Nacida en la bonanza de mediados de los ochenta como aerolínea especializada en traer turistas a las costas españolas, sobrevivió a casi todas sus competidoras y supo, en poco más de una década, convertirse en la segunda línea aérea del país después de Iberia, y en una de las más puntuales del mundo.

La crisis económica que arrancó en 2008 le golpeó con severidad en un momento en el que sus finanzas se encontraban en un estado muy delicado. Entonces acaeció la tragedia del vuelo 5022, que se estrelló en una de las pistas de Barajas cuando despegaba rumbo a Gran Canaria con 162 pasajeros a bordo. 154 personas perdieron la vida dejando a Spanair al borde la bancarrota y con la imagen pública muy dañada. La propietaria de la aerolínea, la escandinava SAS, anunció que quería venderla y se la colocó a un grupo de empresarios catalanes bajo el patrocinio de la Generalidad, el ayuntamiento de Barcelona y la Feria de la Ciudad Condal.

La última etapa de Spanair ha sido un despropósito sin paliativos. Los nuevos dueños trasladaron, por puro capricho, la sede central de Palma a Barcelona, cambiaron la imagen corporativa y “catalanizaron” la empresa haciendo ver explícitamente que se trataba de algo parecido a una anacrónica aerolínea de bandera dependiente del Gobierno autonómico. En parte así era. Primero el tripartito y luego Artur Mas han enterrado una cantidad ingente de millones en mantener con respiración asistida a Spanair. Si seguía volando se debía única y exclusivamente a las inyecciones económicas de las administraciones públicas catalanas, una situación anómala e ilegal que Vueling, otra línea aérea con sede en Barcelona, había denunciado en incontables ocasiones.

Tan era así que, según ha anunciado la Generalidad su intención de cerrar el grifo, la empresa ha tenido que suspender su actividad en el acto. Una suspensión desordenada y caótica que ha dejado a cerca de 25.000 pasajeros en tierra. Spanair estuvo vendiendo billetes hasta la misma tarde en que anunció el cese de operaciones y, al cierre de esta edición, los problemas derivados de su desastrosa gestión colean en los aeropuertos de toda España. Aparte de esto, unos 2.000 trabajadores engrosan desde ya la interminable cola de desempleados que está devastando la economía de nuestro país.

El proyecto de la nueva Spanair ha naufragado no tanto por falta de financiación –inconveniente del que ninguna empresa española se libra–, como por el empecinamiento de sus directivos en convertir la compañía en un apéndice empresarial del delirante proyecto soberanista y de construcción nacional, que ayer encarnaban los partidos del tripartito y hoy Convergencia y Unión. La estructura de costes de la compañía la convertían en una aerolínea inviable económicamente. Pero los dueños de Spanair no parece que aspirasen a la rentabilidad, sino a cumplimentar un objetivo político trazado de antemano. Los experimentos político-empresariales siempre terminan como el rosario de la aurora, especialmente cuando no hay dinero para mantenerlos. Ese ha sido el verdadero drama de Spanair.

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