Trump, aprendiz de político

Desde que Donald Trump presentase su candidatura a las primarias republicanas han corrido ríos de tinta sobre el personaje en sí y sobre los derroteros que tomaría su Gobierno. Los discursos (y tuits) de Trump se miden y se pesan. La mayor parte de las veces para buscar un titular. Otras, las menos, para encontrar un sentido, una dirección: ¿hacia dónde va?, ¿qué es realmente lo que quiere?

Con Obama lo sabíamos. Las líneas maestras de su política interior, exterior, fiscal… etc estaban claras desde el primer momento. Obama, en suma, era predecible. Por ejemplo, cuando tres días antes de abandonar la Casa Blanca indultó a Chelsea Manning (que es como se llama Brad Manning desde su cambio de sexo) no extrañó a nadie. La decisión era coherente con la doctrina obamita. Bush también era predecible. Tanto dentro de casa con su conservadurismo compasivo como fuera de ella con su estrategia global de difusión de la democracia a cañonazos. El Bush de 2001 era compatible con el de 2008. Podríamos decir lo mismo de Clinton, de Reagan o de Carter.

Pero, ¿y Trump?, ¿cuáles son sus planes?, ¿adónde quiere llegar?, o, por emplear una forma típicamente norteamericana, ¿cuál es su misión?

En marzo o abril todavía era pronto. Aún estaba instalándose, conociendo de cerca la gigantesca administración norteamericana, comprobando hasta donde podía llegar y situando sus peones en los puestos clave para desplegar luego sus propias políticas. Pero han pasado siete meses y estamos como el primer día. De hecho, la inconsistencia de ideas y la distancia entre retórica y decisiones finales es quizá la mejor muestra de que no hay dirección alguna, que el presidente se limita a salvar el día, a lo sumo la semana y ya está.

Si buscamos pistas en la campaña electoral de hace justo un año nos encontramos con simple retórica populista que al final no ha encontrado eco una vez el candidato se sentó en el despacho oval. Las élites (a las que el propio Trump pertenece) siguen ahí y no tienen nada que temer. Todas las reformas se encuentran o pendientes, o empantanadas en las cámaras, o durmiendo el sueño de los justos debajo de una pila de tuits y declaraciones altisonantes. En política exterior la improvisación ha sido mucho más visible. Ahí tenemos las idas y venidas a Europa sin articular un discurso claro, la decisión de contraatacar en Afganistán, o el mucho ruido y las pocas nueces con Corea del Norte. Y no entro ya en temas más delicados como todos los relacionados con Rusia o el muro mexicano, que fue la estrella de la campaña y al final se ha quedado en nada.

De todo esto puede concluirse que Donald Trump quería ser presidente para ser presidente. Y nada más. La presidencia ha sido el destino último de un narcisista incorregible que busca por todos los medios ser el centro de atención y que por fin lo ha conseguido. Es decir, no gobierna para llevar al país en una dirección u otra, sino por el Gobierno en sí mismo. Gobierno en el que él desempeña el papel estelar.

He dicho en alguna ocasión que es imposible entender a Trump sin entender antes su vocación de estrella televisiva. A Trump le pierde interpretar papeles. En «El Aprendiz», un programa de televisión de máxima audiencia presentado por Trump durante muchos años, el hoy presidente se limitaba a poner su voluminosa anatomía y su cara de pocos amigos. El resto estaba guionizado, como en todos los reality shows, que de realidad tienen poco y de show mucho. En definitiva, Trump actuaba, como también lo hizo durante la campaña. Allí encontró un público fiel que le aplaudía a rabiar en los mítines. En ese punto fue aumentando la apuesta hasta que los aplausos por tan convincente interpretación le pusieron en la Casa Blanca.

Pero la presidencia de un país (más aún en la de EEUU) hay pocos aplausos y muchos tomates. La política otorga poder no aplausos. Los políticos de raza buscan el primero y suelen desdeñar los segundos. Quieren mandar no caer bien. En una democracia, eso sí, necesitas caer bien para que te voten, pero tampoco especialmente bien. Ahí tenemos a Mariano Rajoy, que lleva tres elecciones ganadas y todos pensamos que es un muermo cuando no directamente un delincuente. Ídem con Angela Merkel, incapaz de suscitar el más mínimo entusiasmo entre los alemanes pero que colecciona victorias electorales. Tanto Rajoy como Merkel ansían el poder y a cambio están dispuestos a sonreír de vez en cuando.

Trump lo que busca es posar, sonreír y que le aplaudan. Cuando no lo hacen, cuando la crítica no acompaña, se enfurece. Algunos líderes extranjeros como Macron le han tomado la medida y apelan directamente a su ego que, por lo demás, no es muy diferente al de un artista. Y precisamente como es eso mismo, un artista, tiene antojos y excentricidades propias de un artista. Ha llenado la Casa Blanca de familiares y, en lugar de pasar los fines de semana en Washington o en Camp David, los pasa en su palacete de Mar-a-Lago, donde incluso recibe a dignatarios extranjeros.

Pero la presidencia no es un escenario. Viene aparejada de cosas desagradables e inesperadas. Por eso se columpió con los sucesos de Charlottesville. Ahí no había guión. Dijese lo que dijese alguien se iban a enfadar. Es un aprendiz de presidente que, además, no tiene demasiado interés en aprender. No busca el poder y si lo tiene es a su pesar. Quizá por eso lo abandone antes de tiempo.

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1 Comment

  1. Van pasando los meses desde que Donaldo llegara, para poner patas arriba a los politicastros que daban la espalda al pueblo y para recomponer todo tratado perjudicial para los EE.UU., y resulta que los politicastros son otros pero siguen dando la espalda y los tratados no son ahora bicocas para los EE.UU. Como reniega de los políticos y funcionarios de toda la vida y como su equipo está más pendiente de agradarle que de hacer o aprender nada, pues Donaldo va desaprovechando su primer año de mandato y cimentando con denuedo mayores problemas futuros.
    Un cordial saludo.

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