Violencia se escribe con v… de Venezuela

Era cuestión de tiempo que Venezuela se pusiese a la cabeza del mundo en lo que a violencia se refiere. Ya lo está en lo relativo a inflación o a número de refugiados que el país expulsa cada año porque no es capaz de alimentar a su propia gente. Lo curioso de Venezuela es que no es un país en guerra, al menos en guerra formalmente declarada.

Si nos dicen, por ejemplo, que Kabul es la ciudad más peligrosa del mundo nos parecería algo normal, lo mismo que si nos cuentan que de Siria o de Yemen salen cada día miles de personas a la carrera huyendo del hambre, las privaciones, la miseria y la inseguridad. Son países en guerra a fin de cuentas y las guerras suelen traer de la mano a los otros tres caballos del Apocalipsis.

Los exégetas de la Biblia identificaron los caballos que San Juan reflejó en este libro con alegorías de cuatro maldiciones: la guerra, el hambre, la conquista y la muerte. Por países como Yemen, Siria o Afganistán los cuatro cabalgan a galope tendido. Desgraciadamente por Venezuela también. Y esto no es una opinión ni un símil literario, es un hecho.

Que los venezolanos pasan hambre no es ningún secreto. Según la FAO el 12% de los habitantes pasa hambre, es decir, que entran en la categoría conocida técnicamente como «inseguridad alimentaria severa». El 88% restante, descontando a la pequeña élite gobernante, no gana lo suficiente para llenar la canasta básica y padece distintos grados de desnutrición. No es extraño. En un país con una economía devastada y arrasado por la hiperinflación no abunda la comida.

Algo similar sucede con el caballo correspondiente a la muerte. La mortalidad en Venezuela se ha disparado en los últimos años mientras caía a plomo en el resto del mundo. El hambre es buen amigo de la parca, a lo que se suma que no hay medicinas y los hospitales están paralizados por falta de insumos y los frecuentes cortes de suministro eléctrico.

Venezuela vive la peor crisis hospitalaria de su historia. No hay medicinas para atender a los pacientes e instalaciones como quirófanos o laboratorios se encuentran paralizadas. Enfermedades antes prácticamente erradicadas como el dengue han reaparecido con fuerza.

Desde 2011 la mortalidad a causa del cáncer ha aumentado un 15%, a causa del SIDA un 75%. La siempre dolorosa mortalidad infantil ha retrocedido casi treinta años, a niveles de finales de los años ochenta. El año pasado la tasa de mortalidad infantil fue, con 61 muertos por cada mil nacimientos, superior a la de 1990. Según datos de UNICEF, en 2017 murieron en Venezuela 12.000 recién nacidos durante el parto, una cifra similar a la de Zambia e igual a la de Zimbabue.

La africanización de la sanidad venezolana es ya un hecho irrefutable, con la salvedad de que en el África subsahariana poco a poco van mejorando los indicadores mientras que en Venezuela empeoran a toda velocidad. En 1990 murieron 7.000 bebés durante el parto, 5.000 menos que hace un año.

El caballo de la guerra también se ha cebado con los venezolanos. Ahí tenemos la ubicua delincuencia que ha convertido las calles de las principales ciudades del país en zonas de alto riesgo, o los datos de homicidios que, desde 2018, colocan a Venezuela como el país más violento del mundo. El año pasado se produjeron más de 23.000 homicidios intencionados o, lo que es lo mismo, 63 cada día, uno cada 30 minutos. Para que nos hagamos una idea de la tragedia, en España, un país más poblado, son asesinadas unas 300 personas al año. No llega ni a una al día.

El Penal de Aragua con una capacidad para 250 reclusos actualmente alberga a a más de 7.000. La sobrepoblación carcelaria en Venezuela es del 250%. El 62% de las prisiones no tiene servicios higiénicos, el 64% no posee suministro de agua potable y el 98% no cuenta con servicio médico. Los motines y las reyertas son habituales.

Encontramos números parecidos a los de Venezuela en otros países hispanos como El Salvador, Guatemala u Honduras, pero en el caso venezolano hay algo desconcertante. De los 23.000 asesinados, 10.400 lo fueron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado, un tercio del total. Esto nos dice dos cosas. La primera es que el Gobierno bolivariano ha decidido acabar con la delincuencia apretando el gatillo. La segunda que casi matan lo mismo los criminales que la policía. Resumiendo, que nos encontramos ante algo parecido a un estado de guerra.

Las bandas criminales, que campan a sus anchas en las ciudades, se han empezado a extender también en las áreas rurales que hasta hace unos años eran relativamente tranquilas. ¿Por qué? Porque en el campo está la poca comida disponible. Esa escasez ha provocado que se formen bandas de delincuentes para controlar el suministro de productos tales como el maíz, el azúcar o la carne, todos artículos de lujo por los que se paga mucho dinero en el mercado negro.

Estas bandas terminan chocando entre ellas y se producen enfrentamientos con derramamiento de sangre, tanto entre ellos como con la policía. No es casual que los camiones cargados con productos alimenticios circulen escoltados por las autopistas. Si van de vacío los conductores dejan las puertas abiertas para mostrar la caja vacía y así evitar asaltos.

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Un poco como en el salvaje oeste con la diferencia de que en el salvaje oeste la impunidad no era del 92%. Nueve de cada diez homicidios no se resuelven, la mayor parte ni siquiera se investigan y, como consecuencia, a los asesinos matar les sale gratis. Los que están en la duda de si unirse o no a una banda criminal se deciden a hacerlo porque entienden que dedicarse a la delincuencia es rentable y conlleva pocos riesgos.

Si a eso le sumamos un país literalmente muerto de hambre con millones de padres que no pueden dar de comer a sus hijos, la proliferación de armas sin registrar, la endémica corrupción policial y el hecho mismo de que la violencia llama a la violencia, tenemos el retrato final de un país que se desangra lenta pero inexorablemente.

El Gobierno de Nicolás Maduro, asediado en mil frentes, observa impotente como las cifras de criminalidad crecen año tras año. Durante mucho tiempo el chavismo hizo infinidad de guiños a los llamados malandros («bienandros» los llamaba Chávez con evidente complicidad) para ganarse la lealtad de las áreas urbanas deprimidas. Esas áreas se transformaron en bastiones chavistas que se volcaban con el Gobierno cuando había manifestaciones opositoras. La alianza entre la revolución y los denominados colectivos, a los que el régimen armó, ha terminado siendo letal.

Hoy Maduro poco puede ofrecerles porque los tiempos de las generosas subvenciones que pagaba la renta petrolera ya han pasado. Sólo le queda mirar hacia otro lado y fingir que no pasa nada. Como con el hambre, como con las enfermedades, como con la ruina general. En Venezuela los problemas no se resuelven porque ni siquiera se reconocen.

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