Jair Bolsonaro es ya el nuevo presidente de Brasil. Lo ha conseguido contra pronóstico con un 55% de los votos y caso 58 millones de sufragios a su favor. Su oponente trabalhista Fernando Haddad se ha quedado lejos, a 11 puntos y 10 millones de votos. Hace tan sólo tres meses nadie lo hubiera dicho. Los favoritos eran otros, Bolsonaro no pasaba de ser un candidato extraído de la derecha carioca, importante pero pintoresco.
Pero el 1 de septiembre el Tribunal Superior Electoral rechazó la candidatura de Lula da Silva, que se encuentra en prisión desde el pasado mes de abril. Seis días más tarde, durante un acto de campaña en Minas Gerais, Bolsonaro fue apuñalado por un demente. Esto y su mensaje duro de regeneración le propulsaron en las encuestas. Menos de dos meses después se ha alzado con un triunfo histórico. Vamos a analizar las claves de esta victoria.
Una cosa es que el circo llegue al pueblo entre fanfarrias y confeti, y otra que los payasos se sienten en el consistorio. Asumiendo que se van a quitar las pelucas y las narizotas para las fotos con otros dirigentes, y que se van a bajar de trapecio para firmar edictos, lo que no va a ocurrir es que el mundo les confíe su dinero o que los corruptibles no chapoteen enseguida en las estructuras corruptoras firmemente establecidas. Jair puede pensar que con autoritarismo controlará una delincuencia que es fruto de penurias, cultura de la inmediatez e impunidad, por la escasez y corrupción de fuerzas del orden y de jueces, sin embargo, el despotismo no alivia las penurias, no cambia la cultura ni genera honradez. Jair no puede creerse que los empresarios amigotes del saliente partido son sus aliados o que la fuga de inversiones se frenará por su cara bonita. Librarse de unos ineptos corruptos es motivo de alegría, alegrarse porque han llegado las soluciones, es la expresión de un deseo sin mucha base.
Un cordial saludo.