
Si lo de Bush en Irak fue una guerra preventiva, lo de este fin de semana en Washington y otras ciudades de Estados Unidos ha sido una manifa preventiva. Un por si acaso ruidoso y, en ocasiones, bastante ridículo. No hay agresión, no aún porque es imposible agredir en solo 24 horas, pero los manifestantes se sienten ultrajados con la sola presencia de Donald Trump. Si esto mismo lo hubiesen hecho dentro de tres o cuatro meses, cuando la nueva administración haya empezado a andar y a tomar decisiones, tendría su explicación, pero ahora me parece, cuando menos, un tanto precipitado. A fin de cuentas acaban de celebrarse elecciones. Quien quiso expresar su parecer lo hizo a través de la papeleta de voto.
Pero, en fin, EEUU es una democracia que observa escrupulosamente la libertad de expresión y manifestación, por lo que ellos son libres salir a protestar a la calle siempre que lo consideren oportuno. La cuestión, sin embargo, no es esa. La cuestión es que en el mismo Washington y en algunos puntos del país la cosa fue a mayores. Las manifestaciones vinieron en muchos casos acompañadas de disturbios callejeros y enfrentamientos con la policía. Por televisión vi como en Washington unos vándalos embozados apedreaban el escaparate de un Starbucks y una limusina ardiendo. Digo yo que eso sería solo una pequeña muestra de lo que pasó.
En Seattle llegó incluso a producirse un tiroteo cuando unos ultras de izquierda trataron de impedir que uno de los editores de Breitbart diese una conferencia en la Universidad de Washington. No hubo muertos afortunadamente, pero si un herido al que tuvieron que trasladar al hospital más cercano con una bala en el abdomen. El ponente, por cierto, estuvo muy bien. Cuando le informaron del suceso dijo al público que si no continuaban ellos habrían ganado. Y continuó con su charla.
El manifestante medio no es ni de lejos un pistolero como estos de Seattle, pero cuando se llevan las cosas a este extremo, cuando se cría odio de un modo tan desvergonzado como se ha venido haciendo en los últimos meses, sucede que algunos, los más descerebrados, se lo toman al pie de la letra. Se dicen algo así como: «si estos republicanos son el mal personificado, ¿por qué no acabar físicamente con ellos?
Llevan meses vinculando a Trump y a todos sus votantes con el nazismo, el racismo, el machismo y todos los ismos negativos que se pueda imaginar. Y he aquí donde surge el problema. Si el país está al borde de caer en manos del mismísimo Adolf Hitler, ¿acaso no es la resistencia violenta una obligación moral? La segunda parte de la oración, la de la resistencia violenta, no es más que una inevitable consecuencia de la primera, la de que el país se desliza hacia el fascismo. El problema, pues, no radica en la derivada de la cuestión, sino en la cuestión misma: ¿está EEUU al borde de una tiranía fascista por culpa de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca?
Obviamente no, pero desde los medios de comunicación y el mundo del espectáculo se asegura lo contrario. Y, centrémonos, Trump es todo lo malo, todo lo chulo, todo lo macarra, todo presuntuoso e impresentable que queramos, pero no es un fascista ni aspira a instaurar una dictadura. Pero es que, aunque quisiese, aunque su deseo manifiesto fuese el de convertir EEUU en la Italia de Mussolini, no podría porque en aquel país nadie ostenta el poder absoluto, el sistema lo impide. Sobre los hombros de Trump recae una parte del poder, el resto está en las cámaras, en los tribunales, en las legislaturas estatales, en los gobernadores y en los condados. El sistema de pesos y contrapesos está muy bien diseñado en EEUU desde hace más de dos siglos. Una sola persona no puede alterarlo por mucho que se aplique a ello.
Pero algo tan elemental, tan al alcance de cualquiera, no les importa demasiado. Como tampoco les importa demasiado el hecho de que las tres grandes tiranías del siglo XX (la comunista, la nazi y la fascista) llegasen al poder valiéndose precisamente de pistoleros y matones en la calle que amedrentaban primero y disparaban después a todo el que les llevase la contraria. Unos pistoleros que en todos los casos bebían de un relato interesado y plagado de falsedades, un relato maniqueo de buenos y malos en el que ellos interpretan el papel estelar de libertadores armados y vanguardia de la civilización.
El relato que la izquierda norteamericana lleva meses difundiendo es que toda la derecha es trumpista, luego toda es racista, autoritaria, machista y está afiliada al completo al Ku Klux Klan. Abusan sistemáticamente de la falacia de la asociación. Agarran por la calle a un loco que sí es del KKK (o al menos lo parece) y hacen ver que el votante medio del Partido Republicano es un tipo así. Repetida la maniobra las suficientes veces se crea la idea de que hay 63 millones de amenazantes miembros del Klan ahí fuera por lo que la acción violenta está justificada y es hasta moralmente aceptable.
Esta maniobra tiene, además, un perverso efecto secundario. El votante republicano también se termina radicalizando cuando se harta de ver su caricatura por televisión. De este modo si no apoyaba a Trump o lo hacía tímidamente se convierte en uno furibundo seguidor suyo.
El resultado final es una sociedad polarizada. Ya lo vimos a raíz de los disturbios raciales provocados por una cadena de casos de brutalidad policial durante el segundo mandato de Obama. Muchas veces era complicado entender qué había pasado porque fraguaron dos bloques irreconciliables alérgicos a la autocrítica y a reconocer un solo error.
La izquierda radical busca exactamente eso, la polarización. Entienden que solo en el conflicto podrán prosperar sus ideas. Pero la izquierda radical en EEUU es algo residual y siempre lo fue. Aquel es un país de progres tibios y conservadores moderados como, por lo demás, lo es cualquier otra nación del primer mundo. Queda poco espacio para el radicalismo. Y la historia así lo demuestra. En las presidenciales de 1972 el Partido Demócrata presentó como candidato a George McGovern, del ala izquierda del partido y metido hasta las trancas en el movimiento anti Vietnam. Se dio el piñazo del siglo frente a Nixon. Los demócratas aprendieron la lección. Pocos años después Carter se presentaría como un progre blandito del sur. Ya en los años noventa Bill Clinton se presentaba como un «liberal» moderno despojado de toda la retórica izquierdista y el propio Obama más recientemente ha invertido mucha energía en presentarse como inofensivo.
Luego el peor negocio que pueden hacer los demócratas es dejarse llevar por estos Idus de enero y tomar a la izquierda radical como guía. Harían bien en detener la campaña de demonización de Trump y de sus votantes. Cuando tengan que oponerse que lo hagan, si es necesario en el Mall de Washington con una vociferante multitud, pero sin caer en extremismos. Simplemente no les conviene. Esto implica desactivar la violencia en la calle si, pero, sobre todo, poner fin al relato absurdo que la provoca y en el que llevan engolfados desde hace tres meses.
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