Dos cuestiones de género

Pedro Sánchez ha llegado con ganas de legislar a pesar de su exigua minoría parlamentaria y de detentar la presidencia del Gobierno de prestado. Ha abierto tres vías: una fiscal, otra relativa al conflicto en Cataluña y otra más de género que, de un par de años a esta parte, es el asunto de moda. Las tres han despertado polémica. En el aspecto fiscal porque los impuestos ya son muchos y muy altos en España. En lo relativo a Cataluña porque muchos han interpretado la actitud conciliadora de Sánchez como un innecesario balón de oxígeno a los independentistas, que se encontraban a la defensiva y han regresado a una posición de ataque. En la cuestión de género el estupor es mayor aún porque, por un lado, no parece que ese sea uno de los problemas que más urjan y, por otro, porque España es uno de los países más igualitarios del mundo.

Pues bien, a pesar de que esto es así tal y como demuestra la práctica totalidad de los indicadores, la vicepresidenta Calvo, que se reservó la cartera de Igualdad al conformarse el Gobierno hace menos de un mes, quiere seguir haciendo política con este tema. Como todo lo que se podía legislar al respecto ya se ha hecho la ministra pretende reformar dos leyes: la Constitución para que se adecúe al llamado lenguaje inclusivo, y el Código Penal para que en las relaciones sexuales exista consentimiento explícito. De lo contrario esa relación podría ser calificada como violación.

Vayamos por partes. Empecemos por la más importante, la del consentimiento.

El sexo sin consentimiento es ya un delito, muy grave por cierto. Si no hay violencia se considera abuso sexual y si ésta concurre se denomina agresión sexual, para la que el Código Penal reserva penas especialmente duras de hasta doce años de cárcel. Se puede hacer cambios en la ley, pero no introducir el consentimiento porque ese ya está dentro. En nuestro ordenamiento legal toda relación sexual debe ser consentida. El consentimiento que se emplea en las relaciones íntimas es de tipo tácito. Las dos partes están de acuerdo y así se lo hacen saber tácitamente. Es decir, no se preguntan: ¿quieres mantener relaciones sexuales conmigo?, pregunta innecesaria en ese contexto y que podría enfriar los prolegómenos y dar al traste con todo.

Las relaciones íntimas no funcionan así, cualquiera que las haya tenido lo sabe. Pero la ministra insistió en que «todo lo que no es sí, es no«, luego si ese principio termina plasmándose en la Ley habrá que obtener un sí de ambas partes y, por lo que pueda pasar, registrarlo en algún tipo de soporte físico o digital como contratos de papel, aplicaciones para el móvil o grabaciones de voz. Se entiende que sería algo recíproco, es decir, que el consentimiento explícito circularía en ambas direcciones, lo que implica que los amantes tendrían que ir provistos de contratos o de grabadoras de voz y cumplimentar el trámite antes de meterse en faena.

Esto es algo simplemente demencial, daría lugar a situaciones orwellianas dentro de las parejas y terminaría colapsando los juzgados de amantes despechados. Porque aquí se abriría otra vertiente del problema. ¿Qué pasaría si la mujer (o el hombre) ha recibido el preceptivo sí, lo ha registrado en la aplicación del móvil o en la grabadora y luego se arrepiente y va al juez diciendo que dio el sí obligado o coaccionado emocionalmente… o preso del calentón?

Pero hay más. El plan de la ministra invierte la carga de la prueba. Es el acusado el que tiene que probar su inocencia aportando el sí, y no la acusación la obligada a acreditar el delito. Esto llevado a cualquier otro ámbito sería algo impensable. Al de los robos por ejemplo. Si mañana pierdo mi teléfono móvil y acuso a un compañero de trabajo de habérmelo robado no puedo pretender que él demuestre no haberlo hecho. Estaría obligado a presentar pruebas fehacientes o se trataría de una denuncia maliciosa y temeraria. Pues esto mismo es lo que podría suceder con la ley Calvo.

Ingeniería lingüística

La otra iniciativa legislativa es algo más ambiciosa porque incluye una reforma constitucional. Quiere modificar la redacción de la Constitución para adecuarla al lenguaje inclusivo. Lo ejemplificó con el hecho de que, cada vez que el texto se refiere a los españoles diga españoles y no españoles y españolas. La ministra, que es doctora en Derecho Constitucional y profesora en excedencia debería saber que una cosa es el género gramatical y otra bien distinta el género natural, también conocido como sexo biológico.

El español tiene dos géneros gramaticales principales: el masculino y el femenino. Aparte de estos dos cuenta con género neutro, pero su uso está muy limitado. En nuestra lengua, como en todas las romances, el género no marcado es el masculino y el género marcado el femenino. Es decir, que el masculino incluye y el femenino excluye. Si digo «los ancianos viven hoy mejor que hace un siglo» estoy incluyendo a ancianos y a ancianas. Pero si digo «las ancianas del pueblo salen a tomar el fresco al atardecer» me refiero sólo a las ancianas y excluyo deliberadamente a los ancianos.

Esto es así no porque lo haya inventado nadie en concreto. El español es el producto final de una larga evolución de miles de años. La propia palabra español es el precipitado de un término que apareció en el segundo milenio antes de Cristo de la mano de los antiguos fenicios. Está documentado en inscripciones ugaríticas que los fenicios llamaron a esta parte del mundo «Isphanim», de ahí pasaría al cartaginés y al latín, ya como Hispania. El gentilicio de Hispania en latín era hispaniolus que, con el correr de los siglos, derivó en español. En latín el género no marcado era el masculino y eso lo heredó nuestra lengua que, en un 85%, es latín vulgar del bajo imperio. El 15% restante son aportes de las lenguas germánicas, el árabe, las lenguas indígenas de América e idiomas europeos modernos como el francés, el inglés o el italiano.

Que hablemos como lo hacemos es el resultado de millones de personas hablando durante miles de años. Eso no se puede cambiar por decreto. Podría intentarse, pero cargándose el idioma y sólo con unos niveles de coacción muy grandes. ¿Cómo sino iban a conseguir que desdoblemos los sustantivos por género cuando es algo innecesario desde el punto de vista lingüístico y generaría infinidad de problemas de concordancia, amén de ir contra el principio de economía del lenguaje? Sería tremendamente engorroso leer un texto con los sustantivos desdoblados en su forma masculina y femenina. No digamos ya para la lengua hablada, cualquier alocución duraría mucho más y terminaría por cansar o confundir a los interlocutores.

Algunos piden crear un género neutral sustituyendo la terminación en «o» y en «a» por una «e». Así habría que decir «diputades», «cocineres» o «ancianes». Pero ahí nos encontraríamos con dos problemas. El primero es que no valdría para todos. Españoles ya termina en «e», al igual que conductores o pintores. El segundo es que la «e» como marca de género es ajeno al sistema morfológico del español que, como decía antes, ya dispone de un mecanismo de marcado inclusivo para referirse a conjuntos formados por individuos de los dos sexos.

De emplear ese neutro recién inventado todo lo que haríamos es el ridículo. Nos costaría hacernos entender tal y como sucede en el lenguaje escrito cuando se valen de la «x» y la @, que son impronunciables. En el caso de la @ ni siquiera es un grafema, sino un símbolo que en su día servía para simbolizar una unidad de masa y hoy es usado en las direcciones de correo electrónico y en los nombres de usuario de redes sociales como Twitter o Instagram. La @ carece por completo de contenido sexual, no es una «a» circundada por una «o» aunque se lo parezca a quienes lo utilizan con profusión en textos ininteligibles pero, eso sí, muy políticamente correctos.

La lengua, en definitiva, está para entenderse. Sólo tiene esa función. La nuestra lleva siglos permitiéndonoslo a nosotros y a nuestros antepasados. Me parece muy presuntuoso que una simple ministra, por muy cargada de ideología que venga, pueda echar abajo un edificio milenario que, además, no es de su propiedad.

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1 Comment

  1. El problema no es que el español no sea inclusivo, es que la inclusión la ejerza el masculino. Se acusa falsamente al español de ser excluyente y se inventan alternativas que le convierten en disfuncional. Paciencia para los hispanohablantes y tila para los neolingüistas, y las neolingüistos, que no entenderán el porqué de su fracaso.
    Que el lenguaje corporal y los sobreentendidos tengan que explicitarse verbalmente y registrarse para su posterior aportación como prueba en un juicio es un chiste hasta que la vicepresidenta del gobierno lo convierte en un abuso del estado, en un disparate judicial y una solemne majadería.
    Un cordial saludo.

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