
Carles Puigdemont fue detenido ayer poco después de atravesar la frontera germano-danesa. Venía de Finlandia y regresaba a Bruselas, donde residía, huido de la Justicia desde el pasado mes de noviembre. La detención se produjo después de que el juez Pablo Llarena, del Tribunal Supremo, reactivase la euro orden para su captura, por lo que era cuestión de tiempo que, según saliese de Bélgica, le echasen el guante. La detención de Puigdemont llega dos días después de la fuga de Marta Rovira, la segunda de ERC, que se negó a declarar en el Supremo la semana pasada.
Vemos que lo que empezó hace seis meses en un referéndum declarado ilegal ha terminado en un sainete internacional de órdenes de busca y captura y en un macroproceso final. No era esto lo que esperaban sus protagonistas, pero si lo previsible habida cuenta de los delitos que cometieron en septiembre y octubre del año pasado. Pensaban que el Estado no existía, pero no, el Estado seguía ahí aunque no quisiesen verlo.
El «proces» no solo ha demostrado que no existía un pueblo oprimido y unos cabecillas que lo conducían hacia la felicidad, sino que además ha demostrado que España, su soberanía y sus instituciones, existen. Si sobre lo primero apenas había dudas, sobre lo segundo siempre las ha habido, puesto que los representantes de la soberanía se han pasado décadas consintiendo cuando no alentando el independentismo. De hecho al Estado se le han forzado a actuar desde sus aledaños, la Corona con un discurso de legalidad, la sociedad civil en la calle y un partido extraparlamentario como acusación popular. El ejecutivo, el legislativo y el judicial se han movido por imperativo, no por convicción. Su falta de convicción es la que explica que el fondo del problema secesionista no se aborde y su acción es lo que explica que los cabecillas estén ante un Tsunami legal. Alegra ver que la ley se aplica a los secesionistas y asusta ver que la ley fomenta el secesionismo.
Un cordial saludo.