El improbable juicio de Putin

Estados Unidos y el Reino Unido se han comprometido a pedir responsabilidades penales para Vladimir Putin por las atrocidades que su ejército está cometiendo en Ucrania. Pero más parece pensamiento ilusorio que otra cosa. Biden se aferra más al deseo personal que tiene de que los criminales de guerra rindan cuentas por sus crímenes que a algo tangible que se pueda materializar, al menos en el medio plazo. La posibilidad existe. Desde el final de la 2GM hay mecanismos legales para encausar y condenar a quienes cometan crímenes contra la humanidad en el curso de una guerra. Ahí tenemos los juicios de Núremberg o, más recientemente, el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia.

Pero llevar a un criminal de guerra ante un tribunal es la excepción, no la norma. Desde los juicios de Núremberg en 1946 sólo ha habido un jefe de Estado condenado, Charles Taylor, de un país africano minúsculo como Liberia. Podría haber sido condenado también Slobodan Milosevic, pero murió antes de que concluyese el juicio. Para que este tipo de crímenes no quedasen impunes se constituyó en 1998 el Tribunal Penal Internacional (que no es lo mismo que Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, ese data de 1945), que no forma parte de Naciones Unidas y que es la materialización del Estatuto de Roma que muchos países no han suscrito (caso de China, Turquía, Pakistán o la India) y que otros países firmaron en su momento, pero luego no ratificaron como EEUU o la propia Rusia.

Este sistema se ha demostrado inútil para procesar a los responsables del genocidio rohinyá en Birmania, a los que han perpetrado limpiezas étnicas en la región del Tigré en Etiopía o al propio Gobierno chino por la represión a los uigures en el oeste del país. Pero en ningún otro lugar del mundo se ha comprobado que el sistema falla como en Siria. Bashar al-Asad, sostenido por el Kremlin, sigue impune a pesar de haber cometido crímenes contra la población civil de su propio país. Ha empleado armas químicas, ha atacado hospitales y ha destruido concienzudamente ciudades y barrios enteros. Diez años de guerra brutal han puesto de manifiesto los fallos de un sistema que es en el que confía ahora Biden para procesar a Putin.

Las sanciones y el aislamiento diplomático prometen mucho más como vehículo de rendición de cuentas, especialmente porque privan a los agresores de los recursos que financian la agresión misma

Eso no significa que haya que abandonar la idea de castigar Putin y hacerle pagar por sus crímenes. Las sanciones y el aislamiento diplomático prometen mucho más como vehículo de rendición de cuentas, especialmente porque privan a los agresores de los recursos que financian la agresión misma. Rusia se está quedando sin armas de precisión como misiles de crucero, cuya fabricación se basa en tecnología occidental. Las sanciones están ya haciendo daño al ejército ruso y eso es bueno porque éste a su vez tendrá más difícil seguir avanzando por Ucrania y amenazando a otros países europeos.

Los líderes occidentales, en definitiva, tendrán que cambiar de planteamiento para que Putin rinda cuentas ya que es posible que nunca sea posible ponerle delante de un juez. Las sanciones, por ejemplo, funcionan si son suficientemente ambiciosas y hay voluntad de aplicarlas. En Siria, por ejemplo, el compromiso occidental de castigar a Asad fue, en el mejor de los casos, intermitente, y ahora ha disminuido hasta el punto de que el dictador sirio se está rehabilitando y se le vuelve a aceptar como interlocutor válido.

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De Siria se puede aprender bastante, especialmente de los errores. Los crímenes de guerra en Ucrania no son muy distintos (de hecho, son calcados) a los que perpetró el ejército ruso en ciudades como Alepo o Grozni. En aquel momento nadie se rasgó las vestiduras ni se plantearon en Washington llevar a Putin ante el Tribunal Penal Internacional. Tan bien documentado está lo que se hizo en Alepo como lo que se está haciendo en Mariúpol, pero en Washington no vieron motivos de alarma. Hace un mes se lo recriminaban a Biden con razón. Lo de Bucha ya se había hecho antes, pero Occidente decidió mirar para otro lado. Está bien que esto siente precedente, aunque no soy muy optimista al respecto. El kilómetro sentimental es implacable.

Aparte de eso, una de las razones por las que será difícil emplear las instituciones internacionales para responsabilizar a Putin es el poder de Rusia dentro de ellas. Moscú ha vetado 16 resoluciones sobre Siria en el Consejo de Seguridad de la ONU, incluyendo algunas que no tenían más consecuencias concretas que llamar la atención al régimen de Asad por tal o cual masacre. Si vetan lo que afecta a Siria, no digamos ya lo que les toca directamente. Eso no impidió que la embajadora estadounidense ante la ONU, Linda Thomas-Greenfield, declarase a finales de febrero que “Rusia no puede vetar las resoluciones del Consejo de Seguridad”. Este tipo de retórica buenista e insustancial tan típica del Gobierno Biden es el camino directo al fracaso precedido de la decepción. Más o menos lo mismo que pasó en Siria. Mucho hablar, pero al final nada. En esto el Gobierno Biden es calcado al de Obama y no es extraño que así sea porque Biden fue vicepresidente de Obama.

No había pasado ni mes de la toma de posesión de Biden, cuando Antony Blinken se comprometió a “poner los derechos humanos en el centro de la política exterior de Estados Unidos”. En Siria, los funcionarios del Departamento de Estado se comprometieron a depurar responsabilidades y hacer cumplir la Ley César, una ley de sanciones que el Congreso aprobó con mayoría en 2019. La aprobación de esta ley advirtió a los inversores, especialmente de los Estados del Golfo, que les esperaban sanciones a quienes participasen en los planes de reconstrucción de Asad. La cosa funcionó porque en los Emiratos se palparon el bolsillo y frenaron en seco el flujo de capitales hacia Siria. En esas estaban cuando, seis meses después, Biden decidió cambiar de política respecto a Siria. En el verano de 2021 transmitió a sus aliados árabes como Egipto o Jordania que agradecía sus esfuerzos por incluir a Siria en un par de acuerdos energéticos regionales que generarían decenas de millones de dólares para el régimen sirio.

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Blinken trató de persuadir a los periodistas de que la política sobre Siria no había cambiado, pero los gobiernos árabes no tuvieron problemas para leer entre líneas que tenían luz verde para hacer negocios como de costumbre con Asad. ¿Podría suceder lo mismo con Putin? Por supuesto que sí, y tan pronto como vaya amainando la indignación del momento. En 2013 Assad atacó un barrio de Damasco con armas químicas. En Occidente todos pusieron el grito en el cielo, Asad se limitó a dejar pasar el tiempo y unos meses más tarde reanudó sus ataques químicos contra civiles.

Pongámonos a final de este año. La guerra está ahora mismo en un punto muerto. Las tropas rusas no pueden avanzar, pero sus ataques de artillería y cohetes continúan matando a civiles. Entretanto el hambre machaca a las ciudades sitiadas y la carga de acoger a millones de refugiados empieza a pesar sobre Europa. Moscú dice que negociará la paz, pero solo si se levantan las sanciones occidentales. ¿No tentaría tal oferta a Washington y a Bruselas? La paz vendría con beneficios humanitarios inmediatos. En ese caso Ucrania estaría perdida ya que sin el apoyo de Occidente los ucranianos no pueden seguir luchando.

Putin lo ha apostado todo a la campaña de Ucrania, todo su crédito político en el interior del país

Una lección de la guerra en Siria es que la impunidad conduce a un sufrimiento aún mayor en el futuro. Por lo tanto, la tarea no es cambiar sanciones por paz, sino construir un régimen de sanciones sostenible que Estados Unidos y sus aliados estén preparados para aplicar de manera constante y vigorosa durante varios años o incluso una década. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos y sus homólogos europeos tendrán que aumentar su personal para estar un paso por delante de los profesionales financieros del Kremlin, que ya tienen mucha práctica en la evasión de sanciones. A falta de una perspectiva realista para que Putin enfrente la Justicia, las sanciones y el aislamiento son la única forma de castigar a su régimen.

Las sanciones aplicadas correcta y constantemente pueden ralentizar seriamente la maquinaria de guerra rusa. Todavía puede ocupar toda Ucrania, pero conforme pasan las semanas lo tiene más y más difícil. Las sanciones podrían dejar ese objetivo permanentemente fuera de su alcance al privar a los rusos tanto del capital para invertir en sus fuerzas armadas como, más importante aún, del acceso a tecnología occidental como microprocesadores y software para armas guiadas de precisión. Putin lo ha apostado todo a la campaña de Ucrania, todo su crédito político en el interior del país. Si se alarga y las élites empiezan a percibir que les ha metido en un atolladero y que no encuentra el modo de salir de él, es posible que el cambio venga desde arriba. Dos guerras fallidas en el pasado, la que Nicolás II libró contra los japoneses en 1905 y la de Afganistán en la década de los ochenta, preludiaron cambios de régimen en Rusia. Fue un proceso interno, fuera tan sólo se crearon las condiciones adecuadas para que prosperasen. A eso se debe afanar Occidente si quiere que alguna vez se haga justicia.

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