Nunca en la Historia de España un juez había dado tanto que hablar. Baltasar Garzón, siempre a caballo entre la judicatura y la política, ha terminado catando su propia medicina. Tres procesos tres son los que tiene que atravesar el superjuez con su imagen de intocable a cuestas.
Jienense de nacimiento, juez de profesión y famoso de vocación. Baltasar Garzón ha sido precoz en todo, hasta en su propio retiro. A los 26 años ya tenía juzgado propio en un pueblo de Huelva, a los 33 ingresó en la Audiencia Nacional haciéndose con el Juzgado Central de Instrucción número 5. A los 37 se presentó como número dos del PSOE en la lista por Madrid, justo después de Felipe González. Su carrera era fulgurante, todo el país hablaba elogiosamente de él. Era el modelo de joven de familia humilde que, gracias a puro tesón y esfuerzo, había llegado lejos consagrándose a la Justicia y la defensa de los más débiles.
La política fue la primera de sus decepciones. González le había fichado para dar un golpe de efecto en unas elecciones, las del 93, que tenía complicado ganar. Luego, con la victoria en la mano, le ignoró dándole una agencia estatal de segunda creada para la ocasión. A él, que se había convertido en uno de los hombres más populares y admirados de España, eso le sabía a poco. Volvió a la judicatura y se dedicó en cuerpo y alma a agrandar su personaje público. Se convirtió en martillo de etarras, cerró el diario Egin y procesó a toda la trama civil y económica de la banda. La prensa le adoraba y los españoles le veían como un ejemplo e imparcialidad y coraje. Era, en palabras de su hagiógrafa favorita, el “hombre que veía amanecer”.
La Audiencia Nacional era él. Mientras sus compañeros buscaban discreción, él buscaba las cámaras de televisión. En la cima de su gloria, allá por 1998, solicitó la extradición a España de Augusto Pinochet, que se encontraba en Londres de visita. No contento con el relumbrón internacional que aquel caso, –que luego quedó en nada– le reportó, persiguió a Miguel Durán, ex presidente de la ONCE, a Jesús Gil, dueño del Atlético de Madrid, y hasta se atrevió con Silvio Berlusconi, al que quiso juzgar en España por un presunto delito fiscal.
La llegada del zapaterismo le cogió en el punto justo de sazón, con cincuenta años y el reconocimiento incondicional de todas las Españas. Fue entonces cuando empezó a dar traspiés, algunos de bulto tan pronunciado que le han llevado al banquillo por tres causas diferentes. Él, el gran procesador, ha terminado triplemente procesado. Y todo por excesos ideológicos inconcebibles en todo un señor juez. Sus tres clavos tienen nombre. El de la mano izquierda se llama juicio al franquismo, un sinsentido jurídico e histórico, una “truculenta garzonada” tal y como lo denominó El Mundo. El de la mano derecha cohecho impropio por unos cursos que realizó en Nueva York y que, según aseguran los acusadores, fueron pagados por el Santander. El de los pies se llama Gürtel, un macro caso de corrupción que él mismo abrió en el PP valenciano y que ha terminado por engullirle.
Como al Pedro Navaja de la canción, al superjuez que siempre jugó fuerte al final se le acabó la suerte. Hoy ya nadie le defiende con la excepción de la extrema izquierda, que, agradecida como es, reclama la justicia de su juicio al franquismo. Los demás, amigos y enemigos, le dan, los unos por amortizado, los otros por felizmente jubilado.
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