Jobs, la manzana que cambió el mundo

La revolución que parió el mundo actual no se fraguó entre cañonazos sino en los garajes californianos de los años 70. En sólo unos pocos años, años negros en los que el petróleo subía como la espuma, la inflación se contaba con las dos manos y la Casa Blanca se deslizaba peligrosamente hacia el lado oscuro de la fuerza, unos chavales con fe ciega en el futuro pusieron los cimientos de una industria que cambió para siempre la faz del mundo y el modo en que los seres humanos nos relacionamos con nuestra más singular y amada creación: el ordenador personal.

En esta pequeña galaxia de genios prematuros hay una estrella que brilla con luz propia: Steve Jobs, fundador y presidente de Apple Computer, una de las marcas más valiosas y deseadas. Pero no siempre ha sido así, ni siempre Steve Jobs ha sido considerado un genio por sus contemporáneos. En 1974 era un jovenzuelo alocado de San Francisco que no había querido continuar con sus estudios en la universidad porque no le motivaban lo más mínimo. Se dedicó entonces durante todo el curso a vagabundear por el campus de la Universidad de Reed, en Oregón, a aprender caligrafía y a dejarse seducir por la cultura y la religión budistas, muy de moda en aquella época tras los viajes de descubrimiento (y de otro tipo menos inocente) que Los Beatles habían realizado durante la década anterior.

Con la caligrafía muy bien aprendida y todavía sin encontrar un motivo para volver a los estudios, consiguió un empleo en Atari, una de las primeras compañías de videojuegos. Era un empleíllo informal, de verano, lo justo para hacer unos dólares y viajar a la India. Cuando lo hubo conseguido hasta allí se fue, donde pasó unos meses de mochilero occidental en busca de sensaciones fuertes, sahumerios y espiritualidad. Jobs no era un americano al uso. Sus padres, un sirio y una norteamericana, le dieron en adopción al poco de nacer. Le habían salido los dientes en California, cuna de la contracultura y vivía en primera línea de batalla la crisis de valores que marcó a una generación.

Pero Jobs era un orientalófilo de ocasión, no de vocación. Meses después de llegar a la India consideró finiquitada la peregrinación y regresó a Estados Unidos a trabajar. Le acogieron de nuevo en Atari, una empresa en plena expansión que incentivaba a sus jóvenes empleados con cheques al portador de 100 dólares para que, mediante ingenio y horas de pruebas, mejorasen los circuitos integrados que equipaban las primeras consolas. Jobs no estaba demasiado interesado en los secretos de la electrónica, pero sí en los del dinero. Se asoció a un amigo, Steve Wozniak, un verdadero manitas de los circuitos, y entre ambos consiguieron un premio de 700 dólares por reducir en cincuenta veces el tamaño de los chips.

El éxito les empujó a recluirse en el garaje de los padres adoptivos de Jobs para crear su primer ordenador personal, el Apple. Eligieron ese nombre porque la empresa que acababan de fundar se llamaba así en honor de Sir Isaac Newton. Unos meses después, ya en 1976, presentaron el Apple I, una caja de madera con un teclado incrustado que, a pesar de su rústica apariencia, integraba lo último en microelectrónica e informática. Todo obra de Wozniak y su talento fuera de lo común para la materia. Consumada la hazaña llegaba lo más difícil: venderlo. De eso se encargaría Jobs, guapo, con don de gentes y muy tenaz.

El Apple I no fue un éxito en ventas pero mostró a los banqueros que ese ordenador y sus creadores tenían madera. Un año más tarde, tras haber capitalizado convenientemente la compañía, se lanzaron al gran mercado con el Apple II, un ordenador de verdad, con monitor, caja, teclado y disqueteras. El II se vendió como pan caliente, especialmente entre los jóvenes que venían del videojuego y querían tener en casa una máquina más seria que les permitiese experimentar. El II fue un ordenador tan popular que con menos de 25 años, Steve Jobs ya podía considerarse un hombre rico.

Se encontró entonces ante la disyuntiva de vender su creación o continuar y realizar su sueño. Escogió lo segundo. En 1980 salió al mercado el Apple III, mejor que el anterior y enfocado al mercado corporativo, dominado entonces por la todopoderosa IBM. Para los primeros 80 Apple era una empresa respetada y admirada, cotizaba en Bolsa y podía permitirse el lujo de fichar a altos ejecutivos de la industria tecnológica. Apple crecía tan rápido y sus dueños eran tan jóvenes que necesitaba gestión especializada. En 1983 Jobs llamó a la puerta de John Sculley, un directivo de Pepsi Cola 16 años mayor que él. Le dijo que le quería a su lado, que tendría que elegir entre “vender agua azucarada el resto de su vida” irse con él “para cambiar el mundo”. Este sería su primer gran error.

En 1984, con todo el mundo hablando de la revolución informática que se avecinaba, Jobs tenía un as guardado en la manga: el Apple Macintosh, un novísimo concepto de ordenador que haría palidecer de envidia a la competencia. Se trataba de una atractiva cajita con pantalla incorporada que hacía de todo, y lo hacía en un entorno gráfico muy amigable. El Macintosh, bautizado así porque la Macintosh es una variedad de manzana muy apreciada por los entendidos, cambió el modo de entender la relación con las computadoras. Jobs era, con sólo 29 años, el hombre del momento, el amo y señor de Silicon Valley.

Pero de puertas adentro las aguas bajaban revueltas. Las diferencias entre Jobs y Sculley se hicieron insalvables. Ganó el más viejo. Con 30 años recién cumplidos Steve Jobs fue despedido de su propia empresa y arrojado a las tinieblas exteriores. Dio comienzo su travesía por el desierto, una travesía que supo aprovechar muy bien fundando una nueva empresa, NeXT, y comprando otra, The Graphics Group, a la que le dio el nombre de Pixar. Con la primera desarrolló ordenadores de lujo con carcasas de magnesio y un novedoso sistema operativo. Con la segunda inventó la animación por ordenador, una costosa extravagancia que ha terminado regalándonos obras maestras del séptimo arte como la aclamada Up.

Pasaban los años y Jobs ya era una leyenda viva de los primeros tiempos de la informática personal. Entonces sucedió lo que nadie esperaba. Sculley había llevado a Apple al borde la quiebra y los accionistas reclamaron la vuelta del fundador. En 1997, doce años después de su despido fulminante, Jobs recuperó su añorada manzana. Pero estaba carcomida por el tiempo, las malas inversiones y la falta de originalidad. Hacía falta un milagro. Jobs, todavía en edad de practicarlos, se puso a ello con ahínco. Rediseñó la gama completa dotándola de algo en lo que nadie había pensado: el diseño. En los años 90 todo el mundo tenía ya un ordenador, lo que ahora querían los clientes es que ese ordenador fuese bonito. Jobs lo entendió antes que nadie y elevó a los altares a un joven diseñador industrial inglés, Jonathan Ive, padre espiritual de todos los Mac, los iPod y los iPhone del mundo.

El dúo Jobs-Ive parió el ordenador del cambio de siglo, el iMac, un Macintosh aggiornato, irresistible, potente y muy de fiar. De él nacería el portátil iBook y todos los productos que empiezan por la i minúscula, santo y seña de Apple Computer desde hace una década. Los nuevos tiempos pedían aparatos que en los años 70 eran simplemente inimaginables. Jubilado el vinilo y el CD Jobs creo de la nada el iPod, un reproductor de música en formato en MP3 tan exitoso que hoy es sinónimo de eso mismo. Con el iPod vino al mundo iTunes, la mayor tienda de música jamás creada por el hombre pero concebida para entenderse sólo con el cacharrito de Apple. Dos negocios por el precio de uno.

El iPod se ha ido perfeccionando a lo largo de los años, y sirvió de molde para la creación definitiva de Steve Jobs: el iPhone, un ordenador de bolsillo con miles de aplicaciones con el que, además, se puede hablar por teléfono. Es algo tan simple que echa para atrás. Un cristalito por un lado, una carcasa de policarbonato por el otro y un solitario botón. Dentro, el mundo. Se creía que el futuro iba a estar lleno de lucecitas, pilotos que tintineaban y relojes digitales. Pero no, el futuro es así de minimalista y esto se debe a una sola persona, a Steve Jobs, un hombre hoy enfermo que ha conseguido cambiar el mundo, y lo ha hecho para bien.

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