La posada de los mares

Os comentaba en esta ContraHistoria que a los portugueses les costó 70 años y numerosas expediciones llegar al cabo de Buena Esperanza. Lo alcanzaron en 1488. El navegante que lo hizo se llamaba Bartolomé Díaz y había nacido en el Algarve. Juan II de Portugal le encomendó viajar hacia el sur hasta dar con el final del continente. Eso les permitiría acceder al océano Índico y a toda la especiería. Partieron de Lisboa en 1487 a bordo de dos carabelas: la San Cristóbal y la San Pantaleón y, tras varios meses de travesía, llegaron al punto donde ambos océanos se unen en marzo de 1488 tras sobrevivir a una aparatosa tormenta.

La primera consecuencia de aquella llegada tan agitada fue que Díaz bautizó al cabo como «das tormentas», pero eso al rey no le gustó y le cambió el nombre por el de «Boa Esperança». Era eso mismo, esperanza, lo que les provocaba haber llegado por fin al extremo sur del continente. Díaz regresaría por allí unos años más tarde navegando en la expedición de Cabral y encontraría la muerte… en una tormenta.

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La ciudad era al principio poco más que un puerto de paso al abrigo de una pequeña ensenada con su caserío de madera y su fuerte artillado para proteger a los dos anteriores. El fuerte pronto se convirtió en castillo y hoy sigue en pie. Es una fortaleza de traza italiana de muros bajos y gruesos pensados para resistir cañonazos en los asedios.

La ciudad dependía de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que nombraba a los gobernadores y se encargaba de su defensa. Como el clima les pareció similar al de la costa mediterránea introdujeron algunos cultivos como el cereal o la vid. Gracias a ello hoy Sudáfrica es tierra de grandes vinos. Pero a la Compañía no le interesaba especialmente el Cabo. Era tan sólo un puerto de recalada de camino a las Molucas. Lo que si procuraron fue llevar colonos holandeses para garantizar el mantenimiento de la plaza. Tan al sur apenas había población nativa, hace tres siglos la Sudáfrica actual era un país inmenso pero muy despoblado.

Ayuntamiento de Ciudad del Cabo. Fue construido por los ingleses en 1905 en estilo eduardiano.

Esos holandeses que llegaron en los siglos XVII y XVIII son los abuelos de los afrikaans actuales. La comunidad se quedó aislada allí porque los británicos tomaron la ciudad durante las guerras napoleónicas y la convirtieron en capital de su Colonia del Cabo. Aquello le sentó muy bien porque se incorporó a un imperio en expansión y empezó a recibir miles de inmigrantes desde Europa. Los ingleses trazaron amplias avenidas y las llenaron de edificios victorianos. Algunos como el ayuntamiento son realmente espectaculares.

Pero quienes viajan hasta el Cabo no van tanto en busca de patrimonio histórico, que apenas tiene, como del suave clima de la ciudad que permite disfrutar de sus playas durante muchos meses al año. Algunas playas cuentan incluso con su propia dotación de pingüinos. No son como los de la Antártida, sino algo más pequeños. Se les conoce como Pingüinos del Cabo.

Los aficionados al surf y al windsurf hacen su agosto en esas playas porque el encuentro entre el Índico y el Atlántico no es precisamente amistoso. El mar recompensa a los surferos con olas de tamaño XXL y a los windsurferos con mucho viento. Eso y que es una ciudad diversa y muy vitalista la ha convertido en la capital turística del país.

Se hablan tres lenguas: el afrikaans, el inglés y el xhosa, un idioma de la familia bantú que llegó desde el norte. No olvidemos que en el Cabo todos son descendientes de inmigrantes. Allí no había nadie hasta la segunda mitad del siglo XVII. Esa variedad de razas, lenguas y culturas es muy visible en lugares como la Grand Parade, la plaza principal de la ciudad en la que confluye el castillo holandés, el ayuntamiento inglés y la estación de ferrocarril, cuyo edificio actual fue construido en los años 60.

Colonia de pingüinos del Cabo en la playa de Boulders, enclavada en Simon’s Town, al sur de Ciudad del Cabo.

La Grand Parade suele estar siempre llena de gente y es la postal de la Sudáfrica pacífica y multicultural con la que soñaba Nelson Mandela. De hecho en esa misma plaza dio su primer discurso público tras ser liberado de prisión en 1990. Los sudafricanos se sienten orgullosos de Ciudad del Cabo. Es una urbe próspera, amable para vivir y con una naturaleza privilegiada. No es casual que el perfil de la ciudad en forma de anfiteatro con el Table Mountain detrás sea universalmente conocido.

El único problema de Ciudad del Cabo es que está algo lejos, pero no es difícil llegar hasta allí. Iberia vuela a Johannesburgo desde Madrid con un vuelo directo. De allí a Ciudad del Cabo sólo son un par de horas de vuelo en alguna aerolínea local como Comair, que es la franquicia de British Airways en Sudáfrica. Es además barato llegar. Acabo de consultarlo en Liligo.es y me cuenta que el vuelo interior sale por sólo 100 euros, el Madrid-Johannesburgo por 500. Resumiendo que uno se planta en Ciudad del Cabo por 600 euros. Volando doce horas eso sí y sin contar la escala.

Algo asumible yo creo. Bartolomé Díaz o a Jan van Riebeeck tardaron mucho más en llegar y en aquel entonces no había nadie esperando. Hoy nos aguarda una ciudad magnífica a la que sus habitantes llaman con cariño «Tavern of the seas«, la posada de los mares.

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