Los amos de Gaza

El hijo predilecto de la Primera Intifada, una orgía de violencia gratuita que, a instancias de los líderes palestinos, se produjo a finales de 1987, fue una nueva organización terrorista llamada Hamas. Sus siglas en árabe respondían a “Movimiento de Resistencia Islámica”. Resistencia violenta, se entiende, calcada a la que, desde los años veinte, venían practicando los Hermanos Musulmanes, madre nutricia del nuevo invento asesino salido de las escuelas coránicas.

Su caudillo era Ahmed Yassin, un fanatizado profesor de estudios islámicos tetrapléjico y medio ciego. Ninguno de estos dos infortunios le había impedido casarse y hasta engendrar once hijos con una prima. Su mermada condición física tampoco fue obstáculo para que se convirtiera en uno de los ulemas más conocidos y respetados de Gaza. Como los mafiosos, dirigía las operaciones armadas en silla de ruedas desde su casa. De allí partían las órdenes y se organizaban los atentados contra los israelíes. Cuanto más sangrientos e impactantes para la opinión pública, mejor.

Yassin no era un desconocido para la policía israelí. Había sido detenido en una ocasión anterior, dos años antes, por hacer acopio de armas en un almacén ilegal junto a varios miembros de los Hermanos Musulmanes. Pero Israel, tal vez debido a su deteriorada salud, no supo ver la amenaza y lo incluyó dentro del canje de prisioneros del acuerdo de Jibril con el Frente Popular de Palestina. Yassin salió del penal y se incorporó con renovados bríos a la lucha “de liberación” de Palestina.

Pero esta vez no dependería de una organización transnacional como los Hermanos Musulmanes o la OLP de Arafat, venida a menos tras la invasión israelí del sur del Líbano en 1982, que obligó a la banda a buscar refugio en Túnez. Yassin aspiraba a forjar un movimiento de local de base, atado a la escritura coránica, sin veleidades marxistas o internacionalistas, que hiciese gala de una violencia sin concesiones y, sobre todo, que administrase la dosis adecuada de terror para que nadie –ni fuera ni dentro de Gaza– pusiese en duda su poder.

Las prédicas de Yassin dentro de la Franja pronto se hicieron célebres. Negaba de raíz la existencia del Estado de Israel afirmando que la obligación de todo musulmán era “hacerlo desparecer del mapa”. Reconciliación, ninguna, buscarla era, “un crimen” contra el Islam, dueño y señor de Palestina, una tierra que, en sus palabras, estaba “consagrada al Islam para las generaciones musulmanas futuras hasta el día del juicio final”.

Tanto odio no podía quedarse ahí. Los incendiarios discursos del “jeque” pronto se materializaron en la calle. En 1989 militantes de Hamas asesinaron a dos soldados israelíes. El Gobierno de Isaac Shamir, que hasta ese momento se había ocupado de las actividades de Al-Fatah, ordenó su detención y la de otros 400 miembros de la banda de Gaza. Fueron trasladados al sur del Líbano en una decisión pésima, ya que aquello posibilitó que los matarifes de Hamas compartiesen celda y experiencias con los de Hezbolá, la siniestra banda chiíta, financiada por los ayatolás iraníes, que sembraba el terror en el Líbano desde comienzos de la década.

Los acuerdos de Oslo vaciaron las cárceles de terroristas que no tardaron en volver a reagruparse. Entre ellos estaba Yassin, que, lejos de sentirse concernido por el espíritu de concordia que reinaba en los años noventa entre israelíes y palestinos, seguía en sus trece de aniquilar a los judíos al coste que fuese necesario. Desde la prisión Yassin ordenó la creación del brazo armado de Hamas, las Brigadas de Al-Qassam, llamadas así para homenajear a un asesino sirio que, en tiempos del mandato británico, había atentado sin tregua contra la administración colonial y los colonos israelíes.

Las brigadas se especializaron el los atentados suicidas contra la población civil. Este era, desde la perturbada lógica de Yassin, el modo idóneo de golpear a Israel. Aparte del terror psicológico que generaba, después de cada atentado no había nadie a quien detener para seguir la pista ya que el terrorista se había inmolado en la acción. Los brigadistas no sólo servían para matar israelíes, sino especialmente para eliminar adversarios palestinos. Hamas es, probablemente, la organización que más palestinos ha matado en la historia de aquel país. Desde su fundación los líderes de la banda han perseguido con saña a todo compatriota sospechoso de colaborar con los israelíes o a aquellos que se han opuesto a sus dictados de violencia indiscriminada.

El momento de Hamas y de sus brigadas asesinas llegaría con la Segunda Intifada, que estalló en septiembre del año 2000. La corrupción e ineficiencia de la Autoridad Nacional Palestina, gobernada con mano de hierro por Yaser Arafat, generó un gran descontento entre los palestinos. La ira popular, sabiamente conducida por los cabecillas de Al Fatah y Hamas, cristalizó en un baño de sangre que duró cinco largos años.

Los atentados suicidas, perpetrados en centros comerciales, autobuses, discotecas y restaurantes pusieron en jaque al Gobierno israelí, que se vio obligado a adoptar medidas extremas de contención como realizar asesinatos selectivos de los principales líderes. Esta Intifada inauguró dos fatales tradiciones en el terrorismo islámico: la de utilizar escudos civiles en los enfrentamientos con el ejército, y la de invitar a niños y adolescentes a inmolarse por la causa.

En el campo palestino se desató una guerra interna entre los partidarios de Arafat y los de Yassin. Entre 5.000 y 6.000 palestinos murieron como consecuencia de aquella rebelión provocada por la irresponsabilidad de los caciques terroristas palestinos. Yassin encontró su propio gólgota en 2004, cuando un helicóptero de combate del Ejército de Israel le liquidó al salir de su casa cuando se dirigía a dar uno de sus infames sermones. Aunque la ONU, de boca de su secretario general Kofi Annan, se apresuró a condenar el ataque, fue una operación quirúrgica muy efectiva.

En enero de 2006 la Intifada ya se había desinflado. Se celebraron elecciones generales en Cisjordania y en la Franja de Gaza. En las primeras se alzó con la victoria Mahmud Abbas, uno de los hombres de Arafat, muerto en extrañas circunstancias en París dos años antes. En las segundas fue Hamas la que obtuvo una sobrada ventaja frente a sus rivales de Al-Fatah. Desde entonces existen dos “autoridades” palestinas enfrentadas a muerte.

El área controlada por Hamas, la Franja de Gaza, se ha convertido en un santuario terrorista desde el que se ataca sin tregua a las poblaciones israelíes cercanas a la frontera. Ese fue el motivo que hizo estallar la crisis de Gaza de las Navidades de 2008. El ejército israelí intervino penetrando en la Franja con fuerzas aeroterrestres para desmontar el entramado ofensivo que, durante más de dos años, había ido instalando el Gobierno guerrillero de Hamas.

La operación costó 1.500 muertos, dos tercios de los cuales eran militantes de Hamas. Debilitada por las bajas, la banda declaró el alto el fuego que permanece hasta el día de hoy. Gaza, entretanto, sigue en sus manos. Gracias a un programa de auxilio social como los que llevan a cabo otras organizaciones islamistas, Hamas goza de cierta popularidad. Los que, dentro de casa, no comulgan con sus prácticas son asesinados. Hamas no cree ni ha creído nunca en la democracia, sino en una suerte de autoritaria teocracia islámica al estilo de la que sus colegas de Hezbolá han implantado en el sur del Líbano.

Fondos no le faltan ni le han faltado jamás. Desde su fundación recibe un generoso subsidio iraní. Los saudíes, por su parte, financian las actividades de la banda vía organizaciones de caridad islámica. Hay, por último, una continua entrada de ayuda humanitaria proveniente de los países occidentales con la conciencia debidamente reblandecida por la obscena propaganda propalestina de los medios de comunicación.

Por culpa de sus excesos, lo que le sobra de financiación le falta de legitimidad política. Con la excepción de Rusia, Turquía… y Noruega, Hamas está proscrita como banda terrorista en el resto del mundo, incluida Jordania, que la declaró como tal tan pronto como en 1999. La Unión Europea la incluyó en la lista negra en 2003, Japón y Estados Unidos en 2005. Pese a todo, la condena internacional no ha sido inconveniente para que la extrema izquierda internacional la reclame como actor legítimo dentro del conflicto y se vuelque en apoyos hacia ella.

La flotilla “solidaria” es quizá el ejemplo más ilustrativo de esta actitud en la que hoza alegremente la ultraizquierda española. Un vergonzoso monumento es, desde hace unos días, el testigo en ladrillo de algo que nunca debiera haber sucedido.

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