
Las incógnitas que planean sobre la matanza de Las Ramblas son todavía más numerosas que las certidumbres, pero si de algo podemos estar seguros es que quien tenía que ver venir el atentado no lo vio. Ni el de Barcelona ni el de horas después en Cambrils. Aquí no parece que estemos ante un asesino solitario como el del puente de Westminster en Londres o el del concierto de Manchester. Todo indica que en Cataluña había una célula terrorista operativa, numerosa y bien organizada que tuvo tiempo de planificar los atentados y llevarlos a cabo. Algo, en definitiva, más parecido a lo del aeropuerto de Bruselas o a lo de Bataclan en París.
Ha sucedido, además, en un momento muy delicado en la política española, especialmente en Cataluña, cuyos gobernantes ultiman en estos momentos un referéndum secesionista cuya ley tendrá que estar lista en solo unas semanas. Un momento de confusión y ensimismamiento como este era perfecto para propinar un zarpazo. Y no ya por la previsible falta de coordinación entre las fuerzas policiales, sino también por las prioridades del propio Gobierno regional, que desde hace tiempo está con un monotema al que dedica toda su energía y recursos.
Si alguien quería hacernos daño se lo hemos puesto muy fácil.
El hecho es que España se había librado hasta el momento de atentados islamistas, al menos de los de la última hornada. Gracias en gran parte a la buena labor de la policía que, desde los atentados de Atocha, ha detenido a más de 700 sospechosos y ha desarticulado infinidad de células terroristas. Los hechos, sin embargo, nos demuestran que había un agujero y es precisamente por donde se han colado estos desgraciados.
Podríamos preguntarnos qué buscan los terroristas con masacres como esta. Y sería una buena pregunta porque no es fácil responderla. No matan para conseguir algo inmediato, tampoco lo hacen porque no se les concede algo, como en los años 70, cuando secuestraban aviones para reclamar la liberación de presos o ponían coches-bomba para exigir la independencia de una región o un cambio de Gobierno. Los asesinos de Las Ramblas no se han reivindicado personalmente, no han extendido un memorial de agravios sobre el que justifican su crimen. Luego lo suyo no es mecanicista, no es a corto plazo.
En esta variedad de terror islamista hay un elemento desconcertante pero que, debidamente puesto en perspectiva, cobra su sentido. Su intención es la de someternos mediante el miedo, un miedo administrado en pequeñas dosis pero muy potentes, un miedo que combinado con cierto complejo de culpa puede obrar el milagro de que terminemos aceptando cosas que de otro modo nunca aceptaríamos.
Me explico. Cuando sucedió lo de Madrid en 2004 la tesis oficial era que habían atentado porque antes los habíamos atacado nosotros metiendo nuestro ejército en Irak. Se trataba por lo tanto de comprar la paz. Cosa que Zapatero se aprestó a hacer sacando a las tropas de Irak solo dos meses después de llegar a la Moncloa. Evidentemente esa no era la razón. El islamismo no es reactivo, no necesita de una ofensa previa que vengar.
Pero la ilusión se ha mantenido hasta el momento presente a pesar de que la Guardia Civil y la Policía Nacional no han hecho más que desarticular células y detener islamistas durante los últimos trece años. Pero el consenso era -y es- otro. Mientras no les provocásemos nada tendríamos que temer. Ese consenso entró en crisis con la actual ola de atentados que arrancó en enero de 2015 en la redacción de Charlie Hebdo.
A Francia no se le podía culpar de la guerra de Irak. Todo lo contrario. Su Gobierno se opuso con vehemencia a la Operación Libertad Iraquí. Buscaron entonces la coartada imperialista y colonialista. Francia no había hecho la guerra en Irak pero si en Libia o en Malí. La coartada se vino abajo tan pronto como empezaron a atentar en Alemania, un país nuevo con un perfil internacional muy bajo, o, no digamos ya, en Suecia. Pero la realidad no ha servido de mucho. Buena parte de ese consenso sigue amarrado a sus fetiches. La razón última de los atentados, por lo tanto, no es reactiva, es abiertamente ofensiva y hasta cierto punto caótica. Atacan porque sí, cuando pueden y donde pueden.
El islamismo, básicamente una aberración más ideológica que religiosa con tintes de secta milenarista, busca la dominación por el miedo sabedor de que Occidente es más débil de lo que parece, que está muy dividido en su interior y que no tiene demasiada confianza en el futuro. Administran ese miedo de un modo descentralizado y sin escatimar crueldad. Pero los destinatarios del mensaje no solo somos nosotros, son también sus hermanos de credo, los musulmanes de a pie, creyentes mucho más templados a quienes matan con saña indecible en sus países de origen.
Libran de hecho dos guerras a un tiempo. Una en Europa que les sirve para atemorizar a la población local y reblandecerla para futuras demandas, y otra en el mundo musulmán, que es la que de verdad les interesa. Las matanzas de infieles les permiten mostrar músculo y decir a otros musulmanes «si esto hacemos en la poderosa Europa, ¿qué no os haremos a vosotros?»
En la segunda guerra poco podemos hacer. La primera, sin embargo, nos ha tocado librarla. Como no es una guerra convencional de nada servirá la artillería o la aviación. En cambio servirá de mucho elevar el precio de sus crímenes, hacérselos realmente costosos. Que descuenten que no va a ser fácil atentar porque les vigilan y porque no vamos a pasarles ni una. Solo tenemos que dejar de buscar falsas coartadas y arrumbar ese absurdo complejo de culpa. Europa no tiene que pedir perdón y tiene que estar dispuesta a defenderse.
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Un cordial saludo.
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