Los defensores de la enseñanza pública (es decir, estatal), esos de las camisetas verdes que vienen dando la paliza en la calle desde hace un año, venden la educación pública (es decir, estatal), como un sumario de todo lo bueno. Hablan de la calidad, de la solidaridad, de la sostenibilidad, de la profesionalidad y no no se de cuántas ades más. Los hay que se tragan el cuento y salen a la calle a liarla. Otros, la mayoría, en cuanto tienen un céntimo más envían a sus hijos a la enseñanza privada que, dicho sea de paso, también es pública como público es un restaurante, un hotel o un parque de atracciones. El hecho es que nadie o casi nadie critica abiertamente a la educación pública (es decir, estatal) por miedo a que le tachen de facha o, aun peor, que le llamen neoliberal, abstruso concepto que, de unos años a esta parte y gracias a la proverbial pesadez de Fidel Castro, se ha convertido el nuevo coco de la izquierdaza a ambos lados del océano.
Bien, ¿y por qué la gente del común huye de la enseñanza pública como de la peste? Básicamente porque es un desastre. Cuesta un dineral y los resultados son, cuando menos, mejorables en todos los aspectos. Y esto no es una opinión, es un hecho, a los informes PISA me remito. Pero no sólo a ellos, que ya hablan (y bien alto) por sí mismos, sino a este breve paseo que hoy, 17 de octubre de 2012, me he dado por la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. No voy a explicar nada, voy a poner ocho fotografías que lo explican todo ellas solitas.

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