Breve historia de la Semana Santa

La Semana Santa o Semana de Pasión se celebra en toda la Cristiandad. No es para menos. Durante siete días los cristianos conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo que es, en definitiva, quien da sentido a su fe. Hay diferencias entre católicos, protestantes y ortodoxos a la hora de conmemorar estas fechas, pero las tres confesiones cuentan con multitud de tradiciones arraigadas tras un recorrido histórico que se cuenta por siglos.

Las celebraciones más vistosas son las católicas, lo cual no es extraño porque es el catolicismo la confesión cristiana más extrovertida y la que más énfasis pone en las imágenes. En Semana Santa la imaginería sagrada es uno de los puntos fuertes. Quizá por eso mismo, de todas las semanas santas del mundo, la más famosa y reconocida es la de España y, por extensión, las de los países hispanos. Es este un patrimonio inmaterial que la Hispanidad ha regalado al mundo, tal su variedad y riqueza que constituye por sí misma una de las manifestaciones culturales más asombrosas.

En España la costumbre de rendir culto público procesionando imágenes de Cristo, la Virgen María o los santos es muy antigua. Data de la Edad Media y en origen estaba ligada a los gremios. La religiosidad medieval era un acto de afirmación comunitaria. Los cristianos de la época vivían su fe como una experiencia colectiva y, por lo tanto, necesariamente compartida.

Las primeras cofradías

En estos gremios aparecieron las primeras cofradías, hermandades de devotos de una imagen concreta a la que estaban afiliados por trabajo, estamento o lugar de residencia. Aunque hoy nos parezca sorprendente, hasta hace no tanto tiempo la religión lo impregnaba todo, hasta el elemento más insignificante de la vida cotidiana.

Un español de la Edad Media podía estar vinculado a un santo concreto por razón de su oficio y a otro por su lugar de nacimiento. Cristo, los santos y las diferentes advocaciones marianas dispensaban protección frente a los avatares de la vida, que en aquellos tiempos eran muchos. Una sequía, una epidemia, una guerra… Ante lo incierto la religión y sus imágenes aportaban seguridad, tranquilidad y certidumbre. Las cofradías servían también como instituciones nacidas desde abajo cuyos miembros se ayudaban entre sí, algo especialmente útil en un mundo duro como el de hace 1.000 años.

Lo que no celebraban en la Edad Media eran procesiones de Semana Santa o, al menos, no está documentado que lo hiciesen. Las procesiones piadosas -y las de Semana Santa son de este tipo- no empezarían a aparecer hasta el aldabonazo que supuso la peste negra a mediados del siglo XIV. La peste diezmó la población europea. Comarcas enteras quedaron desiertas y otras perdieron entre el 30% y el 50% de su población en apenas unos años. En algunos lugares de España se contagió con tal virulencia que aniquiló a dos de cada tres habitantes.

La peste negra diezmó la población europea a mediados del siglo XIV y tuvo gran impacto en el arte, la política y las costumbres de los europeos de la época.

Más que mercedes, perdones

La peste negra trajo consecuencias políticas, económicas y también religiosas. La religiosidad alegre y desconfiada de los siglos precedentes se tornó oscura. Tras la gran mortandad más que pedir mercedes había que pedir perdón porque, en la mentalidad de la época, aquella tragedia se interpretó como un castigo divino. Proliferaron las cofradías de flagelantes, grupos penitenciales que recorrían las ciudades encapuchados mientras se flagelaban y entonaban cánticos.

Aquello llegó a ser tan común que el Papa tuvo que intervenir desautorizando a muchos santones que, valiéndose de su predicamento entre las gentes sencillas, organizaban auténticos aquelarres de gemidos y latigazos. La oportuna intervención del Sumo Pontífice dio lugar a que algunas órdenes como los dominicos o los franciscanos reorganizasen aquel clamor espiritual y, sobre todo, le diesen un sentido. El mundo es un valle de lágrimas, cierto, pero también lo es de gozos. Nunca hay que perder la esperanza porque Jesús tampoco la perdió.

La Pasión de Cristo reunía en un corto espacio de tiempo ambos sentimientos. Cristo es apresado, torturado, vilipendiado y crucificado sí, pero luego resucita de entre los muertos y triunfa sobre el mal. Un relato perfecto para tiempos de turbación. Podía uno flagelarse y sentir en carne propia el dolor de los pecados, pero sin olvidar que el último domingo amanecería de nuevo, el negro se tornaría blanco y la luz se impondría sobre las tinieblas.

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Claro, que una cosa es tener más o menos clara la hoja de ruta y otra bien distinta es recorrer esa ruta. Las procesiones de Semana Santa no aparecieron de golpe, sino paulatinamente y no lo hicieron en ningún caso hasta bien entrado el siglo XVI. Antes de que llegasen surgieron cofradías arremolinadas en torno a las reliquias. Algunas de estas cofradías eran disciplinantes y otras no, algunas procesionaban, otras rendían culto a la reliquia en cuestión dentro de una capilla.

De entre todas las reliquias las más valiosas eran las de la Pasión. Había miles repartidas por toda Europa: fragmentos de la cruz, verónicas, espinas de la corona, santos cálices… y hasta la lanza con la que Longino atravesó el costado de Jesús cuando se encontraba clavado en el Gólgota. Durante toda la Edad Media el tráfico de reliquias fue muy intenso y lucrativo para sus tratantes. Muchas eran simples copias de las que los peregrinos traían de sus viajes a Tierra Santa, pero, falsas o verdaderas, el hecho es que la presencia de estas reliquias unida a las cofradías de penitentes dio lugar al germen de lo que hoy entendemos como Semana Santa.

Faltaban, eso sí, algunos elementos que irían agregándose con el tiempo. El Vía Crucis, por ejemplo, que es la forma básica de cualquier estación de penitencia, apareció a mediados del siglo XV en el sur de España. Fue algo casual. Un fraile dominico, el Beato Álvaro de Córdoba, peregrinó a Tierra Santa donde observó que los franciscanos procesionaban entre rezos por el camino que recorrió Jesús con la cruz a la espalda.

Del sur de España a toda Europa

Al Beato se le ocurrió hacer lo mismo en el convento de la orden. No tardaría en salir de los muros del cenobio. El Vía Crucis tenía la ventaja de suministrar los mismos efectos penintenciales y salvíficos sin importar donde se practicase, por ello a lo largo del siglo XVI fue extendiéndose por toda Europa. El Papa no tardó en verlo y concedió las indulgencias obtenidas por peregrinar a Tierra Santa a todos los que realizasen el Vía Crucis en las iglesias franciscanas de cualquier parte del mundo. A fin de cuentas peregrinar hasta Tierra Santa era un lujo al alcance de muy pocos.

El que sí pudo permitírselo fue Fadrique Enríquez de Ribera, marqués de Tarifa y Adelantado mayor de Andalucía, quien, tras su regreso, organizó un magno Vía Crucis desde su palacio sevillano hasta una cruz que mandó colocar a la misma distancia que había entre el palacio de Poncio Pilatos en Jerusalén y el Gólgota. A raíz de aquello al palacio del marqués se le empezó a conocer como la Casa de Pilatos y ahí sigue pero asediado ahora por los turistas, que realizan en él su vía crucis particular.

Para cuando Enríquez de Ribera ideó su Vía Crucis sevillano las procesiones penitenciales de Pasión iban ya abriéndose paso por toda la geografía española. Pero, si pudiésemos viajar en el tiempo y verlas con nuestros propios ojos, comprobaríamos que no se parecen en nada a las actuales. Las procesiones de los siglos XV y XVI eran muy sobrias y salían solo durante la madrugada del jueves al viernes santo, es decir, la famosa madrugá, momento cumbre de la Semana Santa.

La Quinta Angustia es una de las imágenes más populares de la Semana Santa de Valladolid. La talla fue hecha en 1625.

La Vera Cruz, Lutero y la imaginería

Los penitentes desfilaban con el rostro cubierto y la espalda desnuda. Aún no llevaban imágenes, esas aún tardarían en llegar. En los primeros tiempos la única imagen que se sacaba de procesión era la cruz, también conocida como la Vera Cruz, de ahí que las cofradías más antiguas en todas las ciudades sean casi siempre las de la Vera Cruz.

En esa misma época la cristiandad occidental sufrió la mayor convulsión de su historia. El 31 de octubre de 1517 un agustino alemán llamado Martín Lutero clavó en la puerta de la iglesia del palacio de Wittemberg un documento con 95 tesis que ponían en cuestión la doctrina papal sobre las indulgencias. Aquello fue un terremoto que sacudió los cimientos del catolicismo romano. Tres décadas más tarde el Papa convocó en Trento a los más insignes teólogos de Europa. Algo había que hacer. Ese algo incluyó reforzar el uso de imágenes en la liturgia.

Es aquí donde entra el ingrediente que faltaba, la guinda del pastel. A partir de finales del siglo XVI esas cofradías de penitentes, que ya existían y salían en procesión durante el Viernes Santo, empiezan a encargar imágenes con escenas de la Pasión para hacer estación de penitencia junto a ellas. Primero sólo en los días del triduo pascual, luego ya toda la semana.

Las prohibiciones de Carlos III

Algunas de las tallas más famosas de la Semana Santa actual son de esta época. El Santo Entierro de Zamora es de 1593, el Jesús del Gran Poder de Sevilla de 1620, la Quinta Angustia de Valladolid de 1625, la Esperanza Macarena de 1670, el Cristo de la Redención de Málaga de 1675 y las filigranas barrocas de la Semana Santa murciana son todas del siglo XVIII.

Los aires ilustrados que llegaron a España con Carlos III no congeniaban bien con ciertas expansiones espirituales como las que se veían por la calle durante la Semana de Pasión. El rey quiso poner coto a tanto penitente y empezó prohibiendo las procesiones de flagelantes, continuó reduciendo el número de cofradías y terminó impidiendo que saliesen de noche, excepción hecha de la madrugá, pero sólo la Vera Cruz, que contaba con bendición papal.

Muerto Carlos III se precipitaron años agitados de revoluciones y guerras en los que la cuestión religiosa estuvo siempre presente. El ejército napoleónico saqueó a modo las iglesias y, unos años después, la desamortización hizo desaparecer físicamente un sinnúmero de templos y monasterios.

Un grupo de cofrades de distintas hermandades en la Semana Santa de León.

Una cofradía es quien la conforma

Pero las procesiones propiamente dichas, que nunca llegaron a esfumarse del todo, resurgieron con fuerza a finales del siglo XIX. Al fin y al cabo era una expresión popular espontánea, algo ascendente, no eran los obispos ni el Papa quien las organizaba y mantenía, sino los fieles. Durante los años de la República y, especialmente, los de la guerra, los más anticlericales se emplearon a fondo contra las iglesias y sus imágenes. Pero una cofradía no es sólo su imagen, es quien la conforma, es decir, los cofrades, que en muchos casos corrieron a esconder las imágenes y rendirles culto de forma clandestina.

A partir de los años 40 las cofradías experimentaron un gran auge que aún no se ha detenido. Muchos sociólogos se preguntan cómo es posible que España, un país cada vez más secularizado, mantenga y haga crecer una expresión religiosa como esta. Quizá porque no es sólo religiosa, es algo más. Después de tantos siglos la penitencia pascual se ha injertado en las tradiciones culturales de la población y se ha fundido con ellas, la identidad, en suma, algo ante lo que los ingenieros sociales poco pueden hacer.

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