
El pasado 8 de marzo hubo un incendio en un centro de menores de Ciudad de Guatemala llamado «Hogar Seguro» (sic). Murieron 41 niñas por asfixia o víctimas de múltiples quemaduras. Una muerte espantosa de la que no pudieron escapar porque estaban encerradas bajo llave. A la luz de los hechos podemos concluir que aquellas pobres niñas solo tenían por seguro que la parca les aguardaba después de un largo y, las más de las veces, penoso cautiverio en un centro de reclusión gestionado por el Gobierno en el que las condiciones de vida eran lamentables y sus inquilinas se veían sometidas de continuo a todo tipo de privaciones y vejámenes. Guatemala es probablemente el país más bonito del mundo, pero también, quizá a modo de venganza, uno de los más duros e invivibles. La violencia es ubicua, constante, omnipresente, angustiosa, impune casi siempre. Los guatemaltecos se maltratan entre ellos de un modo tan intenso que cuesta entenderlo desde fuera. Las razones son muchas y no vienen al caso pero es esa misma violencia estructural la que subyace tras la tragedia del Hogar Seguro.
Este centro albergaba unos 600 niños, muchos sacados directamente de la calle, por donde vagaban abandonados por sus padres, o rescatados de entornos familiares en los que la delincuencia, la drogadicción y los abusos sexuales son moneda corriente. La violencia intrafamiliar en Guatemala rompe cualquier medida que podamos tener en España. En 2016 fueron asesinadas 950 mujeres a manos de su pareja. A modo de comparación, en España, que tan solo triplica la población de Guatemala, fueron asesinadas 44, es decir, 22 veces menos. No voy a entrar en las causas de un fenómeno cuya explicación excede con creces el espacio del que aquí dispongo pero si en algunas de sus consecuencias. Hogar Seguro es una de ellas. Una especialmente dolorosa porque de golpe los guatemaltecos se desayunaron con 40 cadáveres infantiles encima de la mesa. Y el llanto no cesa, como si esto fuese casual o respondiese a algún tipo de maldición ultraterrena que ha caído sobre el país.
La digestión del drama la están llevando con el habitual cruce de culpas entre los diferentes sectores de una sociedad extraordinariamente fracturada. Guatemala no hace piña nunca. Es un país hispano en el peor de los sentidos del término. El Gobierno de Jimmy Morales, por su parte, salido de unas urnas particularmente revueltas hace menos de dos años, busca poner un emplaste de acción rápida para que no se le pueda acusar de no hacer nada al respecto y crear la impresión, aunque sea ilusoria, de que algo así no volverá a suceder. La idea de Morales es estatalizar aún más la protección de la infancia. Y en esa línea quiere reformar la Ley de Adopciones. Hacerla más dura aún, vaya, y ofrendar en el altar de la patria algún que otro sacrificio ritual como el Hogar Rafael Ayau, gestionado por unas monjitas ortodoxas y que, al parecer, funciona bastante bien. Las adopciones, por lo demás, ya son muy duras en Guatemala. Es realmente complicado adoptar un niño abandonado y sé bien lo que me digo porque conozco personalmente la odisea por la que ha pasado alguno que lo ha intentado. Sin éxito, por cierto.
No sé que pasará al final, supongo que terminará siendo imposible adoptar un niño en Guatemala y ahogarán al Hogar Ayau, saldrá en la prensa y todos tan contentos. Los Ayau son una familia guatemalteca muy conocida. Admirada por unos y odiada hasta la extenuación por otros. Si al centro en cuestión le hubiesen puesto de nombre «Miguel Ángel Asturias», orgullo literario del país, otro gallo cantaría a las hermanas que tanto celo ponen en el cuidado de los niños a su cargo. Pero lo de las adopciones y lo del Hogar Ayau ni quita ni pone, es mero ruido para acallar los gimoteos de la parroquia, es, en el mejor de los casos, atacar erróneamente las consecuencias y olvidar deliberadamente las causas. Las causas son el elefante africano que tienen en el centro de la habitación y que, aunque todos lo ven, nadie quiere decir en voz alta que está ahí.
En Guatemala conviven dos fenómenos que, combinados, forman esa bomba de racimo que les machaca a diario por diferentes frentes. Por un lado padecen una explosión demográfica. Por otro esa explosión es desordenada. Guatemala es el país de las niñas-madres que traen hijos al mundo casi con la primera regla y que siguen trayéndolos durante años a pesar de que luego no pueden hacerse cargo de ellos. Una visita a cualquier maternidad del país, la del Hospital Roosevelt de la capital por ejemplo, es un viaje al pavor. Muchas veces los padres ni están ni se les espera. Esos niños se crían en barrios conflictivos dejados de la mano de Dios y terminan engrosando la nómina de las numerosas maras criminales que proliferan por los suburbios de las principales ciudades. Algunos sugieren que la solución sería despenalizar el aborto para evitar todos esos nacimientos. Pero Guatemala no es España, el chapín medio es muy religioso y no está a favor del aborto. Además, solo con el aborto no bastaría. Sería como aliviar los efectos de la resaca sin ir a su origen, que no es otro que el consumo excesivo de alcohol. Podríamos tener un país de alcohólicos sin resaca pero eso no les haría menos alcohólicos. Esas mismas clínicas que hoy son grandes paritorios pasarían a ser abortorios gigantes. No me parecería un gran avance, la verdad.
La desestructuración familiar entre la clase baja es asombrosamente alta, pero no solo se da entre la clase baja. La familia en la exigua clase media y en la no menos exigua clase alta también está rota o se rompe con bastante frecuencia dejando gruesos cascotes a su alrededor. Los ricos, claro está, eso pueden amortiguarlo con dinero. Los pobres carecen de ese colchón, lo que en principio les obligaría a ser más estrictos en estas cuestiones. Pero la constante en las sociedades humanas es que los pobres emulan a los ricos, de ahí lo importante de tener élites ilustradas y moralmente intachables. La élite en Guatemala es nefasta en todo, ejemplar en nada, oscila entre lo malo y lo peor, chapotea en un albañal de patrioterismo de opereta, busca apuntalar sus privilegios y se vale de la maquinaria del Estado para conseguirlo. Esa es la verdadera tragedia. Y para conjurarla los remedios que ofrecen son casi peor que la enfermedad.
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