Guerrilleros urbanos

A menudo cuando vemos por televisión o en las redes sociales disturbios en tal o cual ciudad todo parece caótico, pero no deja de sorprendernos como los más revoltosos consiguen escabullirse de la policía y ponerla en jaque una y otra vez. Pero no, no existe nada parecido al romanticismo espontáneo de las masas que luchan heroicamente por sacudirse el yugo de la opresión y, entretanto, burlan a los agentes de la unidad de antidisturbios. Eso es lo que parece desde fuera y lo que seguramente muchos crean habida cuenta de la barahúnda que se organiza en estas manifestaciones que devienen violentas. Rara vez hay espontaneidad en los disturbios. Todo a un cálculo frío y meticuloso de una minoría muy bien organizada que sabe como hacer esas cosas. Los entendidos la conocen como la praxis revolucionaria, una especialidad en la que brillaron los anarquistas y los comunistas desde tiempos de la revolución rusa y que reúne una serie de tácticas bien expuestas en manuales y prontuarios.

El primero en hacer el esfuerzo de dejar por escrito el modo de saltar sobre la carótida del podrido Estado burgués fue Lenin. En “¿Qué hacer?”, un opúsculo publicado en 1902, el padre de todos los revolucionarios trazó un mapa de ruta exhaustivo que sirvió de guía al partido bolchevique, arquetipo de partido-secta integrado por una vanguardia de revolucionarios profesionales que luego serviría como modelo para todos los partidos comunistas del mundo. Cuando este partido se hizo con el poder en Rusia a finales de 1917, los bolcheviques tomaron buena nota de todo lo aprendido en las jornadas de octubre y trazaron lo que debía ser una revolución en el siglo XX. Tenía que empezar en la ciudad y desarrollarse en ella, tenía que ser violenta y, ojo muy importante, todo tenía que hacerse rápido para no dar al poder la ocasión siquiera de responder.

Durante décadas lo aprendido en las calles de San Petersburgo trató de exportase a otras partes del mundo. Sin demasiado éxito, por cierto. El primer lugar en el que el leninismo chocó contra la dura realidad fue la Alemania de la revolución de 1919. El Estado se defendió y los revolucionarios alemanes no consiguieron salirse con la suya. Años más tarde, la guerra de España demostró que transitar del capitalismo al socialismo no era tan sencillo como parecía. No en todas partes había Palacios de Invierno, ni acorazados Aurora, ni ministros asustadizos como Aleksándr Kérenski. Las tácticas leninistas, calcadas de la peculiar experiencia rusa, habían fracasado. Era necesario parir otra praxis revolucionaria acorde a los países de Occidente que tuviesen democracias consolidadas o que, simplemente, su Gobierno estuviese dispuesto a sostener el pulso.

El modelo cubano, que partía de la convicción de que sólo desde dentro y mediante la extensión de focos guerrilleros se podía tumbar al sistema, moldeó las revoluciones de los años 60

Fue entonces cuando, ya en plena posguerra, la revolución tuvo una segunda juventud. Vino de la mano de Fidel Castro los barbudos. Desde un lugar tan insospechado como la Sierra Maestra cubana reelaboraron las teorías revolucionarias conforme a usos guerrilleros mucho más antiguos, tanto que hundían sus raíces en la tradición hispana de tiempos de la antigua Roma. El modelo cubano, que partía de la convicción de que sólo desde dentro y mediante la extensión de focos guerrilleros se podía tumbar al sistema, moldeó las revoluciones de los años 60. Casi todas tuvieron lugar en el Tercer Mundo a excepción de una: la revuelta juvenil de París en 1968, que, si bien no pasó a mayores en el plano político, si dejó una envenenada herencia que aún colea.

Ahí, en la convulsión del 68 nació la llamada guerrilla urbana. Fue un invento de Carlos Marighella, un revolucionario brasileño que en 1969 redactó, en portugués, el “Mini manual de guerrilla urbana”. Marighella no era precisamente un jovenzuelo. Había nacido en 1911, militó durante casi toda su vida en el Partido Comunista de Brasil hasta que, cumplidos los 55, se radicalizó, viajó a La Habana y allí se le ocurrió la idea de trasladar la guerrilla castrista al entorno de las populosas ciudades brasileñas. Tras ser expulsado del Partido Comunista de Brasil y empujado por la muerte del Che Guevara en Bolivia, fundó en 1968 la Acción Liberadora Nacional, integrada por jóvenes revolucionarios para quienes redactó una pequeña guía: el “Mini manual do guerrilheiro urbano”. El librito en cuestión tuvo un éxito sorprendente, fue traducido a muchos idiomas y se convirtió en la biblia de los revolucionarios de ciudad de todo el mundo. Pero Marighella no pudo verlo, en 1969, poco después de terminar su manual, murió tiroteado por la policía en Sao Paulo cuando ponía en práctica sus propias teorías. 

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En fin, ya sin que Marighella pudiese verlo, su manual fue traducido a multitud de idiomas y puesto en práctica mayoritariamente por revolucionarios europeos, aunque en Hispanoamérica tampoco le hicieron ascos. Marighella partía, como Lenin 70 años antes, de que la revolución es algo de minorías muy comprometidas con la causa. Esas minorías serían las encargadas de traer, violencia mediante, el nuevo y luminoso amanecer del socialismo.

El problema era que en los años 70 el enemigo era fuerte y numeroso y la población, por lo general, se mostraba indiferente a los desvelos revolucionarios. La Europa de aquella época estaba poblada por gente clase media con casa, vehículo en propiedad y vacaciones pagadas por lo que no le encontraba atractivo a la revolución. Había que reajustar la técnica de lucha en las ciudades hasta hacerla confluir en muchos aspectos con la guerrilla rural del foquismo preconizada por el Che Guevara. La guerrilla urbana habría de ser rápida, letal y desesperante para las fuerzas de orden público. Generar cierto temor entre la población civil al tiempo que los revolucionarios, víctimas de la represión y las torturas policiales, creasen poco a poco simpatías entre el pueblo. En resumen, la famosa tripleta acción-represión-acción.

Con los viejos partidos comunistas de origen leninista aburguesados y viviendo cómodamente a costa del sistema, esos tres pilares han sido el sustento de la acción callejera revolucionaria desde hace medio siglo. En la Unión Soviética entendieron a la primera que aquello les beneficiaba y financiaron alegremente durante años a los grupos de guerrilleros urbanos que, bastante a menudo, degeneraban en organizaciones terroristas como el RAF alemán, el IRA irlandés o la ETA española. La caída del Muro de Berlín no hizo desaparecer la guerrilla urbana, bien al contrario, la refortaleció, especialmente entre los grupos más radicales.

Toda guerrilla urbana parte de una protesta previa que es la que le da soporte argumental. No importa el motivo

En España la guerrilla urbana la padecimos con mucha intensidad en el País Vasco, que eso y no otra cosa era la tristemente célebre “kale borroka”. Sus protagonistas, probablemente sin saberlo y creyéndose que el mundo empezaba con ellos, entroncaban con una tradición ya muy antigua. El planteamiento general es siempre el mismo. Toda guerrilla urbana parte de una protesta previa que es la que le da soporte argumental. No importa el motivo. Los guerrilleros urbanos se apuntan a manifestarse contra un tratado de comercio internacional –como sucedió en Seattle en el 99–, contra un vertido de petróleo, contra las bases norteamericanas, contra el traslado de residuos nucleares, contra una guerra en la que Estados Unidos ande envuelto, contra el conflicto en Gaza, contra una cumbre del G8, contra la subida de las tarifas del transporte público o contra cualquier causa perdida que pueda imaginarse. Lo importante es que esa causa les permita salir a manifestarse. Luego todo lo que suceda, actos vandálicos incluidos, estarán justificados por esa causa.

En ese punto sus cabecillas lo tienen todo estudiado al milímetro. Lo primero es separarse del cuerpo principal de la manifestación. Hecho esto buscan el enfrentamiento directo con la policía tratando mediante insultos o, directamente, rompiendo escaparates o el mobiliario urbano, que los antidisturbios carguen. Es en ese momento de la carga policial cuando el guerrillero urbano da su do de pecho. A partir de ahí todo está permitido, desde montar barricadas con cubos de basura o coches incendiados hasta devastar todo lo que encuentran a su paso. Eso es la acción, y cuanta más acción, más represión.

La norma dicta que la acción sea fulgurante, algo que, en palabras de Marighella debe ser “agresivo, de ataque y retirada por el cual preservamos nuestras fuerzas”. Los guerrilleros se organizan para hostigar a la policía por diferentes puntos. Utilizan señuelos para atraer a los agentes a una esquina, mientras otro grupito ataca por otra. Los guerrilleros urbanos siempre “combaten” en pequeños grupos que van con la cara y la cabeza cubiertas. Al menos en España el pañuelo palestino lo utilizan mucho para taparse el rostro, emulando en eso a los de la intifada, revuelta típicamente urbana que admiran y cuyas lecciones les sirven siempre de inspiración. Ir tapado es fundamental ya que evita posteriores identificaciones en vídeo por parte de la policía.

Conocen las debilidades de la sociedad de consumo y las ponen a su servicio. De un tiempo a esta parte y gracias a la abundancia de teléfonos inteligentes, se graban ellos mismos para luego compartir las fotos y los vídeos por las redes sociales

Y es que, todo guerrillero urbano que se precie es, a fin de cuentas, un esclavo de la imagen, por lo que necesita tanto a los reporteros gráficos como una buena causa por la que salir a la calle a armarla. Es importante que las cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa estén ahí para inmortalizar su revolucionaria hazaña. Pero es más importante aún que se esmeren en obtener una buena instantánea para cuando la policía cargue y ellos reciban el porrazo. Esa noche en el telediario y al día siguiente en la portada de los periódicos el retrato será el de un policía deshumanizado por la coraza y el casco sacudiendo sin piedad a un simple muchacho en pantalones vaqueros y con la capucha puesta. Nadie podrá resistirse a la plástica de esa imagen imperecedera. Si la policía se ha visto obligada a emplearse a fondo el veredicto será inapelable: culpable… la policía, claro. Conocen las debilidades de la sociedad de consumo y las ponen a su servicio. De un tiempo a esta parte y gracias a la abundancia de teléfonos inteligentes, se graban ellos mismos para luego compartir las fotos y los vídeos por las redes sociales.

Tras el combate callejero viene el acto de la comisaría. Ahí seguramente pasen unas horas mientras se les identifica. A la parte carcelaria de toda la acción también se le saca partido. Amén de añadir puntos en el carné del revolucionario, la comisaría sirve para, una vez fuera y a salvo, denunciar infames torturas supuestamente infringidas por los agentes. Ese desenlace refuerza la oportunidad y justeza de su lucha contra un sistema opresor que sólo ellos se atreven a combatir cuerpo a cuerpo.

Los disturbios y su ineludible corolario de palos se convierten así en producto propagandístico de primer orden. Son la coartada para otra manifestación, esta vez de repulsa contra la represión policial y en la que ya no se pide el fin de la guerra o la retirada de las bases, sino la dimisión del alcalde o del ministro del Interior. Así pueden pasarse semanas, a veces meses. Si la demanda social persiste porque hay crisis económica o malestar volvemos al principio, a la acción, que desencadenará una nueva represión y ésta otra acción, acaso más violenta, decidida y quizá con un apoyo popular renovado. Es una espiral endemoniada que a veces se reproduce con fidelidad a los textos iniciáticos de los que beben los líderes de esta guerrilla tan urbana como poco espontánea. La causa justa se ha convertido en su causa revolucionaria. En resumen, Carlos Marighella fue un visionario.

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