
Los recientes disturbios en Sudáfrica se han cobrado ya más de 300 víctimas mortales. Los incidentes más graves se concentran en dos provincias, la de KwaZulu-Natal, de donde es originario el expresidente Jacob Zuma, y en Gauteng, donde se encuentran Pretoria y Johannesburgo. Los problemas comenzaron el pasado 9 de julio, inicialmente en forma de protestas por el encarcelamiento del polémico expresidente Jacob Zuma, que cumple una pena de prisión de quince meses por negarse a declarar por una serie de casos de corrupción en los que está implicado.
Las protestas se han extendido con rapidez por buena parte del país porque el encarcelamiento de Zuma no ha sido más que una simple excusa. Lo que está alimentando el estallido de violencia son problemas sociales preexistentes, como la extrema desigualdad, el pavoroso desempleo, que alcanza a un tercio de la población, los elevados niveles de criminalidad en el país y el malestar general generado por la pésima gestión de la pandemia por parte del Gobierno. La magnitud de la destrucción -que incluye daños en centros comerciales, fábricas y almacenes, pequeños negocios e incluso escuelas- todavía se está evaluando. También prosiguen las operaciones policiales para recuperar los bienes fruto de los miles de saqueos que se han perpetrado en estos días. Los bienes recuperados serán, según el Ejecutivo, empleados como prueba y luego destruidos. Esto ha causado una gran controversia en el país.
Sólo en la provincia de KwaZulu-Natal, el coste económico de los disturbios se estima en unos 1.300 millones de dólares), ya que 161 centros comerciales, 11 almacenes y ocho fábricas sufrieron grandes daños. Según el presidente Cyril Ramaphosa, los incidentes fueron «instigados» y «hubo gente que los planeó y los coordinó». Cuatro personas detenidas por presuntamente haber instigado la violencia de los pasados días ya han comparecido ante los tribunales, pero el origen del problema va mucho más allá y ese no tiene una solución tan sencilla y directa.
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