La gran purga

A principios de mes, el ya ex presidente Donald Trump se quedó sin su juguete favorito, su cuenta de Twitter que estrenó allá por 2009 y en la que le seguían ya casi 90 millones de personas, los mismos, -millón arriba, millón abajo- que a Cristiano Ronaldo. En todo este tiempo había publicado unos 60.000 tuits, es decir, unos 5.500 tuits al año de promedio, lo que hace la friolera de 15 tuits al día. De estas métricas se extrae que Trump era un usuario intensivo de esta red social. A lo largo de sus cuatro años de mandato su cuenta se ha convertido en algo así como el departamento de prensa oficioso de la Casa Blanca.

Él en persona se encargaba de decir lo que pensaba o lo que iba a hacer de forma directa, sin intermediarios, algo nunca visto hasta el momento. En 2021 Twitter no es precisamente una novedad. Lleva ya quince años entre nosotros y lo utilizan casi todos los mandatarios del mundo, algunos personalmente, otros valiéndose de gestores especializados, los famosos “community manager”, uno de esos oficios que hace tres lustros no existían y que hoy dan de comer a miles de personas en todo el mundo.

Trump se buscó la ruina por dos tuits que, vistos de forma aislada, son bastante inocuos. Dicen lo siguiente: “Los 75 millones de grandes patriotas americanos que votaron por mi, America First y Make America Great Again, tendrán una voz gigante en el futuro. ¡No se les faltará el respeto ni serán tratados injustamente”! El segundo era aún más inocente: “A todos los que me han preguntado, no iré a la toma de posesión (de Biden) del 20 de enero”.

Como vemos no es gran cosa. Trump ha tenido días mucho peores, pero Twitter se la tenía guardada. Aquí no aplica el viejo refrán de “por un perro que maté, mataperros me llamaron”. Los chicos de Jack Dorsey se la habían jurado y aprovecharon los sucesos del Capitolio del día 6 para suspender su cuenta. En ello, obviamente, ha tenido que ver el hecho de que a Trump le queden las horas contadas en el despacho oval. No sé yo si Twitter se hubiese atrevido a hacer algo así de haber ganado Trump las elecciones.

Pero toda guerra que se precie comienza con un disparo al que le suceden muchos más. Al carro no tardaron en subirse otras plataformas como Snapchat, Facebook e Instagram. Tras la suspensión de la cuenta de Trump dio comienzo una purga antológica de cuentas afines al todavía presidente, decenas de miles de cuentas de Twitter pasaron a mejor vida entre el viernes y el sábado. Acto seguido aparecieron las acusaciones de censura y de coartar la libertad de expresión de Trump y sus partidarios.

En este punto habría que despejar el terreno y, sobreponiéndose a la ofuscación momentánea que nos pudiese causar el bloqueo de tal o cual cuenta de Twitter, reparar en un detalle que se suele pasar por alto. Las redes sociales son clubs privados de suscripción gratuita que a lo más que pueden llegar es a impedirnos participar en ellas. Para abrir una cuenta en Twitter, Facebook, Instagram o TikTok hay que aceptar unas condiciones que ponen ellos y que no son negociables. Ellos se reservan también la interpretación de esas condiciones. Todo esto lo sabemos desde el momento en el que abrimos la cuenta y pulsamos sobre el botón “aceptar” en los términos de uso que nos ponen a la vista. A partir de aquí ya sabemos a lo que nos enfrentamos.

¿Podemos llamar a esto censura? Desde un punto de vista genérico si. Censurar es imponer una supresión, corregir o reprobar. ¿Censura un restaurante que prohíbe acceder al local en pantalón corto?, ¿censura un hospital cuando exige que se hable en voz baja dentro del edificio?, ¿censura una empresa que no permite a sus empleados comer en el escritorio?, ¿censura un periódico cuando rechaza una colaboración externa o cuando dice a un redactor que tal tema no se va a publicar porque al editor no le gusta?

La censura genuina, la que yugula la libertad de expresión sólo puede ejercerla el Estado mediante una Ley al efecto acompañada de su régimen sancionador

Todo lo anterior son censuras, pero siempre puedes cambiar de restaurante, de empresa o de periódico. La censura genuina, la que yugula la libertad de expresión sólo puede ejercerla el Estado mediante una Ley al efecto acompañada de su régimen sancionador. Eso, afortunadamente, se escapa del alcance de Twitter, Facebook o Snapchat. Pueden impedir que participes en su plataforma, pero no que te expreses en otras plataformas.

Aquí entraría en juego la siguiente derivada, ¿hay otras plataformas? Haberlas las hay, pero no son tan grandes. Hay otros servicios de microblogging como Gab, pero tienen menos usuarios y, por lo tanto, el efecto red es mucho menor. La ventaja de Twitter o de Facebook es que cuentan con millones de usuarios activos, unos 330 millones Twitter y unos 2.700 millones Facebook. Gab hace unos meses tenía poco más de un millón, aunque parece que en los últimos días ha ganado muchos usuarios. El sábado pasado la propia red informaba que estaban ganando 10.000 usuarios nuevos cada hora por lo que, si el crecimiento se consolida, podría terminar convirtiéndose en una alternativa.

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Otra plataforma más pequeña y reciente llamada Parler también registró un pico de nuevos usuarios, pero tanto Google Play como la Apple App Store retiraron la aplicación de sus respectivos quioscos. Poco después Amazon sacó los servicios de Parler de sus servidores en la nube. Lo de Amazon es ciertamente extraño porque su nube en principio es neutral. En Amazon Web Services se alojan tanto redes sociales como periódicos online, webs corporativas o páginas de contenido pornográfico. Amazon se limita a poner la infraestructura y debería darles igual qué se aloje en sus servidores siempre que no infrinjan la ley vigente, ya sean vídeos de gente practicando sexo en grupo, fotografías de las vacaciones en Gran Canaria de la familia Telerín o soflamas políticas de los partidarios de Donald Trump.

¿Por qué lo ha hecho Amazon? Lo desconocemos, posiblemente sea para ponerse a cubierto. Cambia la administración y no quiere problemas. ¿Qué hubiese pasado si el día en el que Biden juró el cargo se hubiera producido un atentado en Washington y posteriormente se descubriese que ese atentado se planificó en una red social concreta? Todos señalarían a la aplicación, a quien la distribuye y a la empresa que aloja sus servicios. Además, ya se sabe que a moro muerto gran lanzada. Todos los que no se atrevieron a cuestionar a Trump cuando se encontraba en la cima de su poderío ahora se afanan en hacer leña de árbol caído.

Que un pobre diablo diga que hay que liarse a tiros no es sinónimo de que lo vaya a hacer

Tanto Twitter como Facebook, Amazon, Apple o Google se escudan en que Parler se estaba empleando en organizar nuevos episodios de violencia como el del Capitolio. ¿Es eso cierto? Depende cómo lo miremos. Parler se había llenado de radicales diciendo barbaridades, pero ¿hasta qué punto eso justificaba medidas tan drásticas? Las redes rebosan excesos verbales de los radicales de todos los signos. No hay más que echar un vistazo a lo que sale por la boca de los chavistas más entregados, de los así llamados antifascistas o de ciertos seguidores de AMLO en México, de Podemos en España o del peronismo fanático en Argentina.

Quizá han sobredimensionado la amenaza. Que un pobre diablo diga que hay que liarse a tiros no es sinónimo de que lo vaya a hacer. Además, siempre se le puede suspender la cuenta sin necesidad de eliminar la plataforma entera, pero Parler carecía de moderación (y presumía de ello), así que se pusieron la venda antes de recibir la pedrada. Lo que parece claro es que las grandes tecnológicas han sucumbido a la guerra cultural que se libra en todo Occidente y han elegido bando, el bando que ya sabíamos que iban a tomar si se veían forzadas a elegir. Esto podría traer transformaciones en este mercado que, aunque lo veamos inamovible, no lo es en absoluto. Twitter o Facebook son lo que son porque tienen muchos seguidores, no por una licencia estatal. Este detalle no lo deberían olvidar.

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