
Hace dos meses Donald Trump propuso para presidir el Tribunal Supremo a Brett Kavanaugh, un juez de 53 años que actualmente ejerce en el Tribunal de Apelación del Distrito de Columbia. Hasta aquí todo correcto. Kavanaugh reúne los requisitos para el cargo: es juez en ejercicio, tiene suficiente experiencia y una hoja de servicios sin tacha. En estas estaban cuando la revista New Yorker avanzó una exclusiva en la que una mujer acusaba a Kavanaugh de haber abusado de ella cuando ambos eran estudiantes en un instituto de Georgetown, es decir, hace casi 40 años, 36 para ser exactos.
No hay más pruebas que la declaración de esta mujer, pero el caso ha desatado una tormenta en Washington que ha ido recrudeciéndose conforme pasaban los días. La parte acusadora, Christine Blasey Ford, tendrá que testificar ante el Senado hoy. Kavanaugh también lo hará por petición propia. Nadie sabe muy bien para que servirá la audiencia salvo para calentar más el ambiente.
Si la presunta víctima miente, es una aranera, si dice la verdad, es una víctima y una oportunista, y si maquilla los hechos por dinero, es simplemente un mal bicho. A Brett le atacan inmisericordemente, peajes del cargo, para que dimita, si la acusación es cierta, entonces se podrá decir que fue un joven impresentable y habrá que aclarar si se reformó con la edad o no; si es falsa, le toca tragar sapos, esperar a la justicia y no esperar disculpa alguna. En todo caso, lo más interesante es ver cómo si se acusa a alguien del delito imperdonable del momento, en este caso machismo, entonces la presunción de inocencia se evapora como por brujería. ¿Qué importa la verdad, la justicia, la ley, las mujeres realmente agredidas y los hombres inocentes, si arrasándolo todo se puede cazar a un machista? Vivimos tiempos ciertamente inquietantes.
Un cordial saludo.