No, Trump no es Reagan, May no es Thatcher

La Casa Blanca ha anunciado que suspende el viaje que Donald Trump tenía programado hacer en febrero al Reino Unido. Iba a ir a inaugurar la nueva sede de la embajada de EEUU en Londres, que cambia de orilla y desde el mes próximo estará en Battersea, en la ribera derecha del Támesis en un nuevo edificio construido a tal efecto. La noticia ha caído como un jarro de agua fría en el Gobierno británico que, contra los pronósticos que apuntaban a lo contrario, se encuentra muy distanciado de Trump desde hace unos meses.

Británicos y estadounidenses han denominado siempre a lo suyo como una «relación especial«. Comparten idioma, cultura y visión del mundo. Los dos últimos siglos fueron los de los imperios angloparlantes. Primero el británico y luego el americano, que le tomó el relevo tras la Segunda Guerra Mundial. Ambos países sólo han estado en guerra en dos ocasiones: una con motivo de la independencia y otra en 1812, cuando, en plenas guerras napoleónicas, el jovencísimo EEUU trató infructuosamente de arrebatar Canadá de los brazos de la madre patria.

Desde entonces siempre han sido aliados, en algunos momentos de la historia, como durante la última gran guerra, llegaron a actuar como un solo país. Ha habido presidentes más anglófilos y menos. Reagan, por ejemplo, fue muy partidario de fortalecer esa relación especial para apuntillar a los soviéticos. Bush también. No se embarcó en lo de Irak hasta que no tuvo la palabra de Tony Blair empeñada en embarcarse juntos en aquella aventura. Obama no lo era tanto o no lo era en absoluto. Ordenó retirar el busto de Winston Churchill de la repisa del despacho oval donde llevaba décadas. Ya al final de su mandato, cuando se estaba celebrando la campaña del referéndum del Brexit, se puso del lado de la Unión Europea. Avisó a Cameron de que, de salir, habría de ponerse a la cola para firmar un acuerdo comercial con EEUU. A los brexiteers aquello le resbaló, y probablemente a Cameron también. Sabía que a Obama le quedaban seis meses escasos en la Casa Blanca. Lo que desconocía es que a él le quedaban días en el 10 de Downing street.

El que si estaba a favor del Brexit era uno de los candidatos a la presidencia, Donald Trump, entonces ganador de las primarias republicanas pero que aún no había sido ni nominado oficialmente. Nadie apostaba un centavo por él, era el candidato folclórico que de vez en cuando aparece en las elecciones norteamericanas, un George McGovern de derechas que desaparecería tan deprisa como apareció. La presidencia le pertenecía a Hillary Clinton, que era obamista a machamartillo y cumpliría la amenaza de su antecesor.

Pero al final ganó el folclore y la sucesora de Cameron, una apparatchik del Partido Conservador llamada Theresa May, respiró aliviada. Gran Bretaña (e Irlanda del Norte) encontrarían un amigo confiable al otro lado del charco. Así se lo hizo ver Trump nada más llegar. Repuso el busto de Churchill y se deshizo en elogios con el rumbo que la antigua metrópoli había tomado alejándose de la decadente y achacosa Europa comunitaria. Tenía lógica. Trump es medio británico. Su madre era escocesa y en la misma Escocia llegó a hacer algunas inversiones en el pasado.

Se reunió con May y le prometió un magnífico acuerdo comercial que pondría verdes de envidia a sus ex socios europeos. Los más entusiastas veían en aquella tierna fotografía con los dos de la mano por el jardín de la Casa Blanca una reedición de las míticas cumbres entre Reagan y Thatcher en los años 80. Los dos próceres pretendían eso mismo, pero ya se sabe que segundas partes nunca fueron buenas. May no es tan popular como lo fue Thatcher dentro del Reino Unido y Trump es mucho más odiado fuera de EEUU de lo que lo fue Reagan.

La premier británica invitó a Trump a Londres y ahí fue donde los laboristas estaban esperando para propinarle una bofetada en la cara del invitado. Desde hace meses hay una campaña en marcha en toda Inglaterra contra la visita de Trump. Y, como bien es sabido, no hay cosa que mejor gestione un partido de izquierdas que una movilización permanente contra algo. Dos millones de personas llegaron a firmar una solicitud al Gobierno para que el rango de la visita descendiese del de «visita de Estado» al de «visita oficial». ¿Cuál es la diferencia? No mucha, es algo puramente formal y hasta estético. Las visitas de Estado incluyen paseo en carroza tirada por caballos y pernocta en el palacio de Buckingham. Los visitantes oficiales tienen que conformarse con con un automóvil negro blindado y dormida en hotel de lujo. No deja de ser curioso que la izquierda británica repare en estas cosas tan superfluas y protocolarias, pero se ve que si le importan.

En esas estaban cuando Emmanuel Macron, recién elegido presidente en Francia, se llevó a Trump a París a presidir junto a él el desfile del 14 de julio. A May no le sentó bien el gesto. Mucho criticar a la UE pero luego acude al primer llamado que le hace el más europeísta de todos los líderes comunitarios. Y no para celebrar un desayuno de trabajo, sino para presidir nada menos que un desfile patriótico. La relación especial se enfrió primero y luego, poco a poco, ha terminado por escarcharse.

El punto de congelación lo alcanzó en noviembre, cuando Trump retuiteó unos vídeos de la cuenta Britain First que había tuiteado previamente la periodista Ann Coulter. Quizá al leer eso de Britain First pensó que eran de los suyos, ya se sabe, de los de America First pero con la Union Jack de fondo. No exactamente. Britain First es un partido de extrema derecha, identitario y nacionalista, marginal pero muy batallador en las redes. Era lo que faltaba para que la campaña «Never Trump» arreciase de nuevo. La información entre EEUU y el Reino Unido fluye muy rápidamente porque hablan el mismo idioma. Todos en Washington, incluido el propio Trump, sabían lo que le esperaba al presidente según pusiese un pie en Londres, una ciudad en la que hasta su alcalde, el laborista Sadiq Khan, estaba en contra de la visita. A nadie le gusta que le insulten y a Trump, por su carácter, menos que a nadie. No tiene, además, la necesidad de pasar por ese trago. La que se encuentra en apuros es May no él.

Theresa May, por su parte, poco puede hacer para reanimar el cadáver de la relación especial. Bastante tiene con lo suyo en dos frentes, los dos desagradables y en los va perdiendo: el correoso negociador europeo Michel Barnier al otro lado del Canal y el intratable Jeremy Corbyn en casa. Ha pasado sólo un año desde que el busto de Churchill volviese a la Casa Blanca y al final ha resultado que en eso y sólo en eso se queda la renovada anglofilia norteamericana.

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1 Comment

  1. La circunstancia del Brexit hace que el UK necesite un acuerdo comercial con los EE.UU. Acuerdo que precisa un ambiente de cordialidad y hermanamiento que ni Donaldo ni Teresa son capaces de propiciar. Él, porque despierta las iras de los progres locales, que son legión, y desconoce todos y cada uno de los principios de la diplomacia; y ella, porque aunque sabe que necesita el acuerdo, no sabe con qué cuenta para cerrarlo, pues no controla ni una sola de las facultades de su cargo. Donaldo se va a perdonar los abucheos y Teresa va a perder otra oportunidad para hacer algo útil con la misma sonrisa de siempre, esa de «no sé de qué me río, esto es un desastre y nos va a costar a todos el pasar un infierno».
    Un cordial saludo.

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