
La semana pasada la audiencia territorial de Schleswig-Holstein puso en libertad condicional a Carles Puigdemont, detenido dos semanas antes tras ingresar en el país proveniente de Dinamarca. Aparte de la libertad se negó a extraditarle por el delito de rebelión que del que le acusa el Tribunal Supremo español. Conocida la noticia se produjo un tsunami de reacciones en España. Desde las alborozadas de los nacionalistas catalanes, hasta las más ofuscadas por parte de algunos comentaristas, casi como si fuese una causa de honor. Se ha dicho de todo y muy poco bueno sobre la decisión de este tribunal alemán.
Supone, de entrada, un varapalo en la estrategia que seguía el juez Llarena, que busca juzgar a Puigdemont por rebelión, con otros delitos como el de malversación como simples acompañantes. Pero, sobre todo, es un estacazo a la forma en que el Gobierno Rajoy está gestionando esta crisis. Y si lo primero es un asunto judicial, lo segundo es político, muy político.
Los hechos son claros y amargos, los prófugos españoles, por atentar contra la soberanía nacional, no son entregados a la justicia española por nadie en ningún lugar. Los argumentos son variados y la conclusión inequívoca: la justicia española ni es común ni es considerada. Para los fugitivos, es una ventaja que les otorga tiempo y relevancia, para sus partidarios, es motivo de alborozo y para sus víctimas, es la constatación de que frente al secesionismo muchos han hecho muchas cosas mal durante mucho tiempo y la inmensa mayoría no ha hecho nada jamás. Ahora, reconducir el desastre se les hace un mundo a los políticos que remolonean por impotencia y por costumbre, delegando en una justicia que tan solo puede ir detrás de los acontecimientos y embarullando más que resolviendo.
Un cordial saludo.