Un mito levantado sobre mentiras

El 11 de septiembre de 1714 en Barcelona se produjo una revuelta popular. El Consejo de Ciento decidió resistir hasta la muerte a las tropas de Felipe de Anjou que comandaba el general Berwick. Los barceloneses no querían a la nueva dinastía borbónica, preferían al archiduque Carlos de Austria, al que tenían en alta estima y en cuyo bando habían peleado durante la ya terminada Guerra de Sucesión. Pero éste ya no estaba interesado en ser rey, ni de España ni de Cataluña, a la que nunca tuvo por reino. Tras la derrota en el campo de batalla y los acuerdos de Utrecht, el Habsburgo se olvidó rápido de nuestro país y dedicó todos sus esfuerzos a heredar la corona austriaca que acababa de quedar vacante.

Aún sabiendo todo eso, los habitantes de la Ciudad Condal no se resignaban al encarar por las buenas el nuevo rumbo que tomaban los acontecimientos y cayeron como chinches. Fue una jornada heroica como pocas ha vivido Barcelona en toda su larga Historia. Las milicias urbanas se echaron con cara de perro sobre los soldados de Berwick a pesar de que tenían muy pocas posibilidades de salir vencedores del asalto. Los consejeros, sabedores de que estaban pidiendo un imposible a la ciudad, demandaban solemnemente derramar la sangre y la vida por el rey –el verdadero, no el Borbón–, el honor, la patria y la libertad de toda España.

Pese al indudable valor de los barceloneses, la ciudad cayó. El nuevo monarca, ya convertido en Felipe V con honores y reino plenamente restaurado, zanjó el asunto indultando a Rafael Casanova, conseller en cap del Consejo de Ciento y uno de los instigadores de la asonada. En Barcelona y en toda Cataluña volvió a reinar la paz y nadie volvió a poner el duda la legitimidad del Borbón durante mucho, muchísimo tiempo.

El programa de Gobierno que traían los Borbones incluía acabar con los restos de la España medieval, que aún pervivían en pleno siglo XVIII en forma de de portazgos, privilegios y fronteras que mantenían el mercado interior dividido en compartimentos estancos y hacían de los Reinos de España los más ingobernables de Europa. Las instituciones catalanas desaparecieron y, al menos en aquel momento, nadie las echó de menos. Probablemente porque Cataluña, que padecía una pronunciada crisis económica y demográfica desde el siglo XV, empezó a mejorar milagrosamente su situación.

Durante todo el siglo de las Luces la población creció de forma sostenida en todo el Principado, lo que repercutió en un aumento del comercio y de las industrias locales. A partir del último cuarto de siglo los puertos catalanes pudieron comerciar con América directamente. Esto marcó el punto de partida de la revolución industrial catalana, una de las más tempranas de España, que catapultó hacia la prosperidad a la otrora atrasada y despoblada región.

Cuando, un siglo después, estalló la Guerra de la Independencia nadie en Cataluña se acordaba de 1714, ni de Casanova, ni del heroico Villarroel, ni de nada de nada. Cataluña resistió mejor que nadie al invasor francés en episodios como el del sitio de Gerona, que preludió la ocupación francesa del Principado. Napoleón hizo lo que no había hecho Felipe V, arrasó el Principado y lo transformó en parte de Francia dividiéndolo en departamentos totalmente desligados de la tradición histórica y, no digamos ya, de las instituciones medievales barcelonesas.

En la Guerra de la Independencia los catalanes dieron muestras de gran valor, y de gran ingenio como el del pastorcillo del Bages que hizo creer con un simple tambor y el eco que éste provocaba sobre Montserrat que los soldados españoles eran muchos más. Los prohombres de Cataluña viajaron a Cádiz para refundar la monarquía borbónica conforme a los nuevos aires liberales que soplaban desde Europa y, especialmente, desde el otro lado del Atlántico. Los catalanes aclamaron la Constitución de 1812 no porque les hacía más catalanes sino porque les hacía más libres.

Durante el reinado de Fernando VII hubo quien se quejó en Cataluña, pero fue más por la ominosidad del Rey Felón que por la recuperar la identidad nacional catalana. Lo mismo podría decirse, pero a la inversa, del periodo de las guerras carlistas. Ramón Cabrera, catalán de Tortosa, más conocido como el Tigre del Maestrazgo, no se rebeló contra la regente y contra su hija Isabel II porque aspiraba a liberar su tierra natal del yugo extranjero, sino porque era partidario de Carlos María Isidro, hermano tradicionalista y legitimista de Fernando VII que pretendía la Corona española.

Ni con Espartero, ni con Narváez, ni con O’Donnell, ni con la Gloriosa, ni con Prim –que era de Reus–, ni con Amadeo I, ni con la Primera República –que tuvo dos presidentes catalanes– se supo nada del nacionalismo catalán. Y no porque estuviese perseguido, reprimido o severamente castigado por un Gobierno que, entonces sí, era muy centralista, sino porque no existía. Hay que esperar a finales del siglo XIX, a su última década exactamente, para volver a oír una queja por la “derrota” de 1714. Es en torno a 1890, en una Cataluña industrial, enriquecida, que atraía miles de emigrantes del resto de España, que mantenía un comercio floreciente con las colonias y que protegía su industria mediante aranceles, nace el virus del nacionalismo.

Los padres fundadores del nacionalismo catalán necesitaban urgentemente un mito al que agarrarse, pero no era tarea fácil. Desde la aparición misma de los condados catalanes en la Alta Edad Media, éstos habían participado activamente en la empresa española. Primero se unieron dinásticamente con Aragón, luego conquistaron y repoblaron Valencia, Baleares y parte de Murcia, más tarde se integraron en el Reino de España, pusieron su granito de arena en la España Imperial y transitaron de los Austrias a los Borbones por la misma senda que el resto de tierras de España.

Los nacionalistas tenían sólo dos episodios históricos de los que tirar. Uno había acaecido en 1640, pero terminó con Cataluña volviendo al seno hispánico tras un traumático paso por Francia. Tomaron, no obstante, de esta revuelta contra el Conde-Duque de Olivares (que no contra España), la canción “Els Segadors” para convertirla en himno nacional. El otro era más reciente, apenas dos siglos, y podía ser adecuadamente travestido y falseado para que se ajustase al molde de la Cataluña milenaria que habían fundido los reunidos en Manresa, ahítos de romanticismo alemán e irredentismo decimonónico.

Así, el 11 de septiembre, olvidado durante décadas, pasó a ser el símbolo fundacional de una nación, la catalana, que nunca había dejado de existir y que resistía heroicamente frente a un invasor español que la privaba del pan y de la sal. La historia de Cataluña empezó hace un siglo a reescribirse partiendo de una Edad Media falsamente dichosa que desemboca en las revueltas “nacionales” de 1640 y 1714. Luego, como los ojos del Guadiana, la nación se entierra, supuestamente sometida, y reaparece en el siglo XX exigiendo el Estat Catalá.

Pero los primeros nacionalistas no lo tuvieron tan sencillo como los de ahora, a los que ya se les ha entregado terminado el trabajo de zapa de conciencias. En aquel entonces, como todo era mentira y estaban privados de apoyo popular, hubieron de apuntalar el mito tomando como rehén a la lengua y la cultura catalanas. Se produjo entonces el matrimonio a la fuerza entre una idea enferma cimentada sobre una pila de embustes y la lengua catalana que, hasta ese momento, no había servido jamás para reclamar la independencia de Cataluña respecto a España, sino la de España respecto al invasor extranjero, generalmente francés.

Sobre estos dos mitos, el del 11 de marzo y el de una lengua identificada de un modo casi sanguíneo con la causa, se ha levantado la hoy irreductible fortaleza del nacionalismo catalán. Si algún día se quiere demoler, estos son sus dos pilares: la lengua y la Historia.

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