Sexo, dinero y Gobierno mundial

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La guerra que cambió dio un vuelco a la Historia no fue la Segunda sino la Primera de las mundiales. Después de la Paz de Versalles nació el mundo que conocemos hoy día. Se pensó que la diplomacia todo lo podía y que los instintos animales que habían condenado a la humanidad a vivir en permanente estado de guerra eran perfectamente domeñables mediante la negociación multilateral y el voluntarismo. Ese espíritu dio origen a la Sociedad de Naciones, la primera organización de ámbito mundial dedicada a dirimir en su seno todos los problemas de orden internacional. La idea era tan atractiva como utópica y pronto se vio que, frente a la tentación tiránica de ciertos individuos, no hay multilateralidad que valga.

Sin haber aprendido la lección, las potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial alumbraron una nueva organización de alcance planetario, hecha a imagen y semejante de la fracasada Sociedad de Naciones aunque perfeccionada en ciertos puntos flacos de los que ésta adolecía. Nació así la Organización de las Naciones Unidas a finales de junio de 1945 con medio mundo devastado y el otro medio aún sumido en la guerra. La voluntad de los fundadores –Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, la URSS y China– era no perder nunca el control de su propia criatura para que no cayese en manos de loquinarios, protodictadores o indeseables. Esta decisión, muy criticada desde entonces, ha sido la que la ha permitido sobrevivir durante 65 años. De no existir este valladar hace tiempo que la ONU hubiera sido tomada, literalmente, al asalto por las autocracias del Tercer Mundo y hoy ya habría colapsado como lo hizo en su momento la Sociedad de Naciones.

Los cinco padres de la ONU, vencedores todos de la contienda mundial, disponen de capacidad de veto en el único órgano que realmente tiene poder de decisión: el Consejo de Seguridad. La Asamblea General es una pasarela de vanidades por donde desfilan una vez al año los jefes de Estado de todos los países del mundo para dar un discurso, por lo general inflamado y sin más transcendencia que la puramente propagandística. El resto de ramificaciones de la ONU son simplemente covachas sectoriales donde se dilapidan verdaderas fortunas que sirven para difundir ideología y mantener una casta de funcionarios internacionales muy bien pagada y absolutamente prescindible.

Desde entonces, desde aquel sencillo acto en la Ópera de San Francisco en el que se rubricó el acta fundacional de la organización, la ONU ha adquirido vida y voluntad propias. De ser un simple apéndice de Washington y Moscú para evitar lo peor ha ido creciendo, madurando y pariendo su programa de transformación del mundo, una transformación hecha a la medida de los prejuicios de sus burócratas. En su primer cometido, que era y sigue siendo conjurar la guerra para siempre jamás, ha fracasado. Desde 1945 la humanidad ha coleccionado los conflictos armados, algunos especialmente sangrientos como las ubicuas guerras tribales africanas, la del Vietnam o, más recientemente, las que asolaron la antigua Yugoslavia. Por no hablar de la infinidad de matanzas de civiles desarmados que perpetraron los regímenes comunistas en la Unión Soviética, China, Camboya o Europa del este sin que la ONU dijese ni pío. Para salvar la cara, los defensores de la utopía transnacional, se apuntan el que la URSS y los Estados Unidos nunca llegasen a las manos, pero tal bendición no fue atribuible a la ONU, sino a la superioridad bélica norteamericana –en ciertos momentos aplastante– y al sentido común de los líderes soviéticos.

Con la ONU o sin la ONU cualquier Estado puede declarar la guerra o invadir al vecino como ha venido sucediendo desde que el hombre es hombre. La organización se limita a sermonear a los contendientes, a emitir una resolución y poco más. Para este viaje no hacía falta tanto gasto. Durante el periodo comprendido entre el Congreso de Viena y el estallido de la Gran Guerra, cien años casi exactos, hubo menos guerras e infinitamente menos sangrientas que entre la fundación de la Sociedad de Naciones y el momento presente. Esto es un dato no una interpretación de la historia. Las grandes épocas de paz de la historia del mundo desde la Pax Romana no han necesitado de un organismo supranacional, sino de un hegemón lo menos belicoso posible como lo fueron los emperadores Claudios o la reina Victoria.

Pero la ONU, arguyen sus partidarios, no puede meterse en las decisiones soberanas de sus miembros, y es cierto, pero si interponerse entre éstos si se declaran la guerra. Las operaciones de este tipo, llevadas a cabo por los llamados “cascos azules” jamás han evitado una masacre y han derivado muchas veces en corruptelas sin nombre, contrabando y, sobre todo, en tramas de prostitución, violaciones de menores y otras perversiones sexuales que Eric Frattini repasa con detenimiento en su libro, de imprescindible lectura, “ONU, historia de la corrupción”. Los escándalos de bragueta han sido los más habituales dentro de las Naciones Unidas, tal vez porque son los que más llaman la atención del público o tal vez porque la prostitución está atada a los orígenes mismos de la organización.

Durante sus primeros años, los funcionarios de sede central de la ONU en Nueva York, un rascacielos situado frente al East River, frecuentaban un prostíbulo donde los padres fundadores pasaban las noches rodeados de sexo de lujo y alcohol de marca. Pronto la prostitución abandonó el burdel y pasó al edificio principal. Durante los años 60 eran célebres las UN Call Girls, señoritas de compañía que contrataba la organización para sacar donaciones a los políticos y diplomáticos de visita en la Gran Manzana. Esta agencia de contactos salió a la luz pública cuando la policía encontró una joven violada repetidas veces y luego degollada en un hotel de Manhattan. Tras la investigación se concluyó que los responsables eran un grupo de diplomáticos árabes que se habían cobrado así una generosa donación. No es necesario recordar que salieron impunes después de que el secretario general de entonces, el birmano U Thant, corriese un tupido velo sobre el asunto.

La lujuria es probablemente el pecado capital que más y mejor cometen los miembros de la ONU, tanto en las altas esferas neoyorquinas como en el último contingente de cascos azules perdido en el corazón de África. Le sigue, y muy de cerca, el de la codicia. Naciones Unidas, que debería ser un espejo donde se mirasen las naciones más avanzadas del orbe, es, a efectos prácticos, un país del Tercer Mundo. No ha habido secretario general que no haya tenido que vérselas con la prensa a cuenta de los muchos y pésimamente administrados dineros de la filantrópica organización. El último hace muy poco, coincidiendo con el mandato de Kofi Annan, implicó al hijo del secretario general en un escándalo relacionado con el programa “Petróleo por alimentos” que la ONU había ingeniado en los años 90 para aliviar el embargo que la misma ONU había dictado poco antes contra el régimen de Saddam Hussein.

Este de Kojo Annan, así se llama el hijo de Kofi Annan, no ha sido, naturalmente, el único escándalo de corrupción que ha salpicado sobre algún funcionario de Naciones Unidas. Investigar dentro de la ONU es, no obstante, uno de los trabajos más arduos que existen. Todo lo cubre una espesa cortina de silencio con dos lados. En uno cantidades mareantes de dinero, en el otro una impecable imagen pública que los gestores de Naciones Unidas saben cultivar mejor que nadie. Sospechar de la ONU es mala señal, acusarla de algo es quizá lo más políticamente incorrecto que pueda hacerse hoy sobre la faz de la Tierra. Hace dos años, al periodista Matthew Lee criticar a la ONU desde su pequeña tribuna del Inner City Press le costó ser retirado fulminantemente del buscador Google. Así las gastan, como para pensárselo.

Después de 65 años de historia, con la Organización de las Naciones Unidas ha terminado ocurriendo lo que muchos sospechaban que iba a ocurrir. Es lo más parecido a un Gobierno mundial, al superestado global soñado por progresistas y masones de todos los tiempos. Y el equipaje de ideas que lo acompaña es acorde a su naturaleza íntima. Ideologizado hasta la médula, dotado de un programa de transformación radical que se deja ver en pequeños detalles como las infames campañas a favor del aborto que lleva a cabo en el Tercer Mundo o el desprecio que sus mandarines sienten por las democracias liberales, compensado éste por la admiración sin límite que le inspiran las tiranías más abyectas del planeta como la sudanesa, la cubana o, en su día, la de la China de Mao. La ONU es, en suma, un experimento in vitro de lo que pasaría con el mundo si alguna vez –Dios no lo quiera– caemos en la tentación de tener un Gobierno planetario con poder absoluto para gobernarnos a todos.

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