Se celebró esta semana, el martes concretamente, el tercer y último debate para las presidenciales mexicanas. Fue sensiblemente más aburrido que los dos anteriores, especialmente el primero. Se ve que se acerca el día de las elecciones y ninguno de los cuatro candidatos quiere meter la pata. De los cuatro el menos patético me pareció Ricardo Anaya. Pero a estas alturas da un poco igual, faltan quince días exactos para las elecciones y mucho tienen que cambiar las cosas para que no gane Andrés Manuel López Obrador.
Con las encuestas en la mano AMLO va a más (roza ya el 50%), Anaya va a menos y Meade se mantiene en el entorno del 20%. Del Bronco no digo nada porque no se va a comer un colín. Resumiendo, todo indica que el próximo presidente de México será AMLO, una profecía autocumplida para la que todos ya se están preparando.
Los mejicanos van a elegir al nuevo gestor de sus enormes desafíos: los narcos, la seguridad ciudadana, la corrupción, las relaciones con un EEUU hostil, una economía instalada en las dudas y en el recelo…Como ninguno de los candidatos sabe cómo se solucionan estos problemas, ni hacia dónde van a evolucionar, y como las herramientas disponibles para paliar, minimizar o encauzar los estragos de todas estas desdichas, son inoperantes, solo se puede apostar, no por soluciones, sino por ilusiones o por males menores. El sistema de elección del nuevo gestor de dificultades nacionales consiste en obtener una mayoría de votantes porque el número legitima. Que el número legitime la fuerza, elimina la legitimidad por la fuerza pero de paso elimina la legitimidad por la razón y ceba la legitimidad por la emoción. Las encuestas anuncian que Andrés Manuel tendrá la legitimidad del número, lo que no tendrá será la razón, las soluciones ni las herramientas adecuadas, así que seguramente le tocará apelar a las emociones, dilatar todo lo dilatable y enfangar lo impostergable.
Un cordial saludo.