
Una de las primeras víctimas de la pandemia de covid-19 fue la negociación del Brexit o, mejor dicho, de los nuevos términos en los que el Reino Unido y la Unión Europea se entenderán a partir de ahora. Porque, aunque el Reino Unido abandonó la UE el 31 de enero, en la práctica pocas cosas cambiaron más allá del arriado de banderas europeas en los edificios oficiales. El 1 de febrero se entró en una suerte de limbo en el que sobre el papel el Reino Unido ya no era un país comunitario, pero en la práctica seguía siéndolo.
Esto obligaba al Gobierno británico a negociar con Bruselas un nuevo acuerdo cuyas conversaciones comenzaban en marzo y durarían cuatro meses. Para el mes de julio Boris Johnson quería tenerlas concluidas o, de lo contrario, se materializaría la salida sin acuerdo, el escenario más temido a ambas orillas del canal por razones fáciles de entender. Pero en marzo irrumpió con fuerza la pandemia y lo paralizó todo hasta mediados de mayo, cuando se reanudaron las conversaciones por videoconferencia, pero no sirvió de mucho porque quedaron en punto muerto hasta que esta semana han vuelto a verse las caras con idéntico resultado. En Bruselas comienza a cundir la desesperación mientras Johnson sigue jugando, muy en su estilo, al gato y al ratón.
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