
Los topónimos de cierta relevancia tienen distintas versiones en varios idiomas. Algo así va en su beneficio, no es su perjuicio ya que da fe de su importancia histórica o cultural. La norma dicta utilizar el topónimo que le es propio a la lengua que se esté utilizando. Por eso, en castellano es correcto decir y escribir Londres y no London, Copenhague y no København o Moscú y no Москва
En todos los países y regiones del mundo donde conviven dos lenguas cooficiales los topónimos reflejan esa cooficialidad. Así sucede en la región de Bruselas, en la república de Irlanda o en las islas Filipinas.
En ciertas regiones de España ese bilingüismo oficial se corresponde con un bilingüismo de facto entre buena parte de la población. Todos los catalanes, vascos, gallegos y valencianos hablan castellano, pero no todos conocen la otra lengua oficial. Sería absurdo e irracional hacer desaparecer por ley los topónimos de una de las lenguas oficiales que, además, suele ser la más hablada y, desde luego, la que todos los habitantes conocen.
La nueva toponimia vasca, por lo demás, tiene un componente algo artificial y su imposición vino en algunas ocasiones más influida por motivaciones políticas que por los usos de los hablantes. Algunos topónimos se recuperaron de viejos libros de historia cuando ya habían sido olvidados, otros inventados de cero y, la mayor parte, vasquizados conforme a las normas ortográficas fijadas por el francés Martin Duhalde que, arbitrariamente, decidió prescindir de la letras B, C y Q y dio el mismo valor a la letra G, sin importar que vocal le siguiese a continuación. Es decir, Salvatierra, un municipio de Álava que en vascuence se denomina Agurain, es no es un exónimo, como no lo son tampoco Fuenterrabía, Lejona o San Sebastián. Los naturales de estos lugares llevan siglos empleándolos sin sentir en ningún momento menoscabo de su vasquidad, que siempre se expresó en ambas lenguas.
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