El momento afgano de Xi Jingpin

Este fin de semana, cuando todas las embajadas occidentales en Kabul cerraban sus puertas y repatriaban apresuradamente a su personal, en la embajada china reinaba la calma. No tenían miedo de ser víctima de un asalto violento. El Gobierno de Xi Jinping cursó órdenes para que sus diplomáticos estableciesen contacto con los talibanes tan pronto como entrasen en la ciudad ya que la intención de Pekín era reconocer el nuevo emirato islámico que acaba de ser proclamado.

La reacción del régimen chino ante la toma de Kabul y el triunfo de las milicias talibanes era previsible desde que empezó la ofensiva hace ya dos meses. A finales de julio el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, se reunió con una delegación talibán, a la que trató de forma muy cortés y se limitó a pedirle que cortase cualquier tipo de relación que tuviese con grupos terroristas. China no quiere problemas, su intención es satelizar Afganistán, incorporarla dentro de su área de influencia y ganar profundidad estratégica en el centro de Asia, pero eso implica estabilidad. China ha invertido mucho dinero en los últimos años en su nueva ruta de la seda a través de las estepas asiáticas y no quiere un foco de problemas al sur de esa ruta.

Tiene, además, intereses mineros en Afganistán, un país rico en tierras raras fundamentales para la industria tecnológica. Para explotar esa riqueza necesita un país estable que evite meterse en problemas más allá de sus fronteras. Eso tendrá consecuencias en la región ya que, de salirse con la suya, los chinos habrán colocado una valiosa ficha en las puertas de Irán y al borde mismo de golfo Pérsico. En EEUU, donde confiaban en que el Gobierno de Ashraf Ghani resistiese, ven semejante movimiento con preocupación y se percatan ahora del gran error estratégico de dejar el país abandonado a su suerte.

En La ContraRéplica:

  • Víctimas imaginarias
  • Los siete meses de Biden
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