El oligopolio de las Tres Hermanas

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Las agencias de calificación no son, como pretenden hacernos creer, el símbolo del capitalismo salvaje personificado en banqueros sin escrúpulos sino la demostración palmaria de qué es lo que sucede cuando un mercado, en este caso el de calificación, se carteliza y sobrerregula. Las odiadas Moody’s, S&P y Fitch lo son por hacer lo que el Gobierno les ha encargado que hagan en régimen, eso sí, de exclusividad. Así nacieron y así han terminado degradándose.

El lunes 15 de septiembre de 2008 el mundo financiero se tambaleó desde sus cimientos provocando un terremoto al que le sucedió una devastadora ola expansiva. El epicentro se situaba en el corazón de la city neoyorquina. Uno de los principales bancos de inversión del mundo, el centenario Lehman Brothers, presentaba aquella mañana la quiebra ante el asombro de los inversores de todo el planeta, que hasta unos minutos antes creían que ese banco era cien por cien fiable.

Tal creencia se la debían a la evaluación que las llamadas agencias de rating otorgaban a los derivados que Lehman tenía en el mercado. Se trataba de la máxima posible: AAA, es decir, riesgo cero y retorno seguro de la inversión. Los mejor informados sabían que lo que escondían los cristales del fastuoso rascacielos de Times Square que ocupaba la entidad era un cadáver en avanzado estado de descomposición. Lehman estaba demasiado expuesta a los activos tóxicos de hipotecas subprime que difícilmente iba a poder cobrar. Pero esto, claro, no era más que un rumor o, a lo sumo, una fundada sospecha de los más enterados.

La quiebra de Lehman se llevó consigo para siempre el prestigio de las agencias de calificación, un oligopolio muy bien avenido entre firmas privadas (S&P, Moody’s y Fitch) y el Gobierno estadounidense. Las primeras creaban una sensación de falsa tranquilidad mientras el segundo tenía las manos libres para expandir el crédito y gastar a manos llenas. Un matrimonio de conveniencia entre financieros y políticos que aquella jornada de furia puso contra las cuerdas.

El hecho es que hasta esta fatídica fecha lo que se sabía de las calificadoras era muy poco a pesar de que su larga mano había estado detrás de las crisis más recientes, como la de extremo oriente de 1998, la de Argentina de 2001 o el escándalo de Enron un año después. Las más antigua de todas es Moody’s, fundada hace casi un siglo por John Moody, un analista financiero que por pura afición empezó a recopilar y clasificar información sobre compañías ferroviarias. Sobre esa pila de papel emitía veredictos de solvencia que el mercado podía –o no– tener en cuenta a la hora de invertir.

Tras Moody’s apareció S&P y luego Fitch. En principio no eran más que una herramienta auxiliar para los inversores. En un mercado complejo como es el de capitales la información también lo es, de modo que las tres hermanas se hicieron pronto un hueco como intérpretes supremas de la salud financiera de empresas y Gobiernos. Una suerte de oráculo de Wall Street al que los inversores acudían cruzando los dedos. Así, ofreciendo un servició de gran valor a los inversores, se convirtieron en actores imprescindibles del mercado bursátil. Los potenciales compradores de bonos acudían a ellas e inquirían sobre la calidad de los títulos. Si era buena compraban, si era mala no.
Todo cambió en los años 70. Tras la quiebra de Penn Central, una empresa de ferrocarriles, la SEC, comisión reguladora de valores, creó las llamadas Agencias de Calificación con Reconocimiento Nacional (NRSRO). Se creaba así el cártel de calificación tutelado por los políticos que dura hasta nuestros días. Un sistema viciado de raíz porque ahora quien hace uso de ellas es el deudor y no el inversor. Para poder emitir deuda debe contar con la calificación de una de las tres hermanas que forman la NRSRO. De otro modo el recorte de valor de los activos aplicado a los corredores sería tan alto que nadie compraría esa deuda.

En definitiva, el Gobierno pervirtió el papel de las agencias, que pasaron de ser consultoras de inversión –penalizadas por el mercado si aconsejaban mal– a simples expendedoras de licencias para emitir títulos de deuda. Poco importa que acierten o no. Todo el que quiera poner papel en el mercado tiene que pasar por ellas y lo tiene que hacer por lo que en castizo se conoce como el artículo 33. Si se quiere salir de este círculo vicioso sólo queda una opción, romper el oligopolio y devolver las agencias a lo que fueron cuando el bueno de John Moody empezó, allá por 1912, a guiar a los inversores en el proceloso mundo de las finanzas.

Los masters del universo

Durante una entrevista en 1996 el célebre periodista Thomas Friedman afirmó que había dos superpotencias en el mundo: una era Estados Unidos, la otra la agencia Moody’s. El primero podía destruirte a bombazos, la segunda degradando tus bonos hasta depositarlos en el cubo de la basura. La apreciación de Friedman quizá sea un pelín exagerada pero no va por mal camino. Las agencias de calificación, conocidas en los ambientes bursátiles como “masters del universo”, son las que permiten que una empresa o Gobierno pueda emitir deuda y las que, indirectamente, fijan el tipo de interés al que esa deuda tiene que ser devuelta a los acreedores. Pocos tienen en el mundo tanta capacidad de influencia. Sus poderes se condensan en pocas letras que van de AAA (máxima fiabilidad) a D (default, es decir, quiebra). Entre medias se quedan la B, la C y una interminable combinación de números y símbolos negativos y positivos. Una jungla en la que es difícil perderse pero que marca el destino de muchas empresas y Gobiernos.

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