El pogromo de la Puerta del Sol

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Tras días de calentar el ambiente, la extrema izquierda se echó a la calle durante la celebración de las JMJ. Encendió la chispa una manifestación consentida por el Gobierno en la que un nutrido grupo de anticatólicos buscó y persiguió a los peregrinos por todo el centro de Madrid durante una interminable noche. Entre insultos, carreras y provocaciones a la policía, los así llamados laicistas hicieron visible su rabia y su violencia en mitad de unas jornadas juveniles, alegres y pacíficas.

Todo estaba previsto, todo calculado, todo a punto para liarla: el permiso de la delegación de Gobierno, el recorrido, los tiempos, la parada en la Puerta del Sol, las pancartas, las consignas… el odio. Porque odio, odio irracional y absurdo, como sacado de otra época y lugar, es lo que supuraba la manifestación anticatólica que recorrió el centro de Madrid el pasado 17 de agosto, víspera de la llegada del Papa a Madrid y del comienzo de las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Media centena de asociaciones y partidos políticos la convocaban. La mayor parte de ellas desconocidas, aunque con la inquietante pero reveladora presencia de algunos partidos políticos como Izquierda Unida, de ámbito nacional, con un millón de votos a sus espaldas y dos diputados en la cámara baja. El resto lo hizo el correo electrónico y redes sociales como Facebook y Twitter, herramientas que, curiosamente, la izquierda anticapitalista y antimultinacionales utiliza intensamente.

La marcha, cuyo único objetivo era llegar a la Puerta del Sol e increpar allí a los jóvenes peregrinos que se encontrasen, partió al caer la tarde de la plaza de Tirso de Molina. No más de mil personas de estética radical salpimentadas por comunistas metidos en años y alternativos de todas la edades. Frente a la juventud del Papa, un aquelarre minoritario y rabioso, muy poco juvenil, la verdad, que bajaba, litrona de cerveza en ristre, al corazón de la capital hecho una furia con el único propósito de provocar una reacción violenta por parte de los jóvenes –esta vez sí– venidos de todo el mundo y que aquel miércoles inundaban Madrid con sus camisetas, sus gorras y sus mochilas de la JMJ.

Pensaban que lo iban a conseguir, que se iban a llevar de Sol el trofeo de una trifulca. La izquierda es muy dada a creerse sus propias patrañas, y de tanto repetir que los católicos son violentos e intolerantes por naturaleza han terminado tomándolo como una verdad absoluta. Lo cierto es que no es así. Los jóvenes, cargados de fe y paciencia a partes iguales, resistieron la embestida. Los acosaban insultándoles en la plaza, a la salida del Metro, en las calles y callejones circundantes. Éstos, entretanto, les devolvían el nombre de Benedicto cantando. Si el grupo era pequeño y sucumbía al miedo se arrodillaba y se ponía a rezar sin ocultar la angustia que aquella inexplicable persecución les estaba produciendo.

Cuatro largas horas duró el pogromo de católicos en la Puerta de Sol y aledaños. La policía no daba abasto para contener a los salvajes y, lo peor, no podía emplear más fuerza que cortas cargas de defensa contra los más radicales, que empezaron a arrojarles botellas. Nadie en la Villa recordaba algo parecido. Los viandantes cruzaban espantados la plaza o, simplemente, no entraban en ella. La noche cayó y con ella las bestias pardas del laicismo se envalentonaron. Para entonces el asunto era ya una cuestión de orden público. Los peregrinos, chavales ejemplares, alegres y cantarines, ya se habían evaporado de la Puerta del Sol. Tuvieron que hacerlo con protección policial. Los agentes formaron pasillos para que todo aquel que llevase una mochila o una camiseta de las JMJ abandonase apresuradamente la plaza antes de que la cosa fuese a mayores. Y fue a mayores, aunque no en la plaza, que quedó cerrada al tráfico peatonal por todos sus accesos, incluida la estación de Metro.

La marabunta cristófoba, ya cribada de los pocos elementos pacíficos que habían salido de Tirso de Molina, se dispersó por las calles de la zona para dar caza al peregrino allá donde lo encontrasen. Todos los que lo sufrieron tienen su historia. Insultos, ultrajes, injurias… lo que un puñado de jóvenes tuvieron que aguantar la noche de autos sólo lo saben ellos. Mientras, los medios de comunicación –con honrosas excepciones– se limitaron a igualar a agredidos y agresores hablando de altercados y enfrentamientos. La policía tuvo que emplearse a fondo desafiando las órdenes cursadas por el Gobierno de no intervenir, el mismo Gobierno que había permitido aquella manifestación que todos, incluido el ministro, sabían como iba a terminar.

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