Aunque nunca le llegué a conocer en persona los que sí le conocían hablaban maravillas de él. Con Juan Antonio Cebrián se va el que quizá sea, con permiso del maestro Eslava, el mejor divulgador de la Historia de España. Consiguió lo que nadie había conseguido antes: poner en las listas de superventas a los reyes godos, ese trauma infantil de tantos españoles de la posguerra. Hincó el diente a la Reconquista sin mostrar un sólo complejo y hasta se atrevió con la Hispania romana, etapa de nuestra historia que era patrimonio de los arqueólogos y los muy aficionados. Escribía de manera sencilla y accesible sobre asuntos que no lo son en absoluto y rezumaba más amor por los hechos pasados que muchos historiadores, digamos, académicos.
Por eso tuvo tanto éxito, porque se puso como meta que los lectores pasasen un rato agradable aprendiendo de dónde vienen, de dónde venimos; que eso es, a fin de cuentas, en lo que consiste la Historia. Sin él las madrugadas de Onda Cero se quedan mudas, sus lectores huérfanos y Clío, la musa de la Historia, sin uno de sus mejores discípulos.
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