Su historia es la de un PSOE que pasó, en sólo una década, de la insignificancia al poder absoluto. Llegaron por pura carambola y salieron después de trece años de desgobierno, corrupción y despilfarro. Hoy es el único patrimonio que puede ofrecer un partido que no da pie con bola. Lo resucitaron para dar estabilidad al sistema, pero cada vez que gobierna hace todo lo posible por desestabilizarlo.
En los años sesenta el PSOE era un partido moribundo. Descontando a los socialistas históricos que vivían en el exilio parisino, a cuatro intelectuales madrileños y a un pequeño núcleo de militantes que, acaudillados por Nicolás Redondo, resistía heroicamente en la margen izquierda del Nervión, los socialistas prácticamente habían desaparecido de la historia. La oposición al franquismo era comunista, comunistas eran sus líderes y comunistas sus aspiraciones. El socialismo, que había salido muy desprestigiado de la Guerra Civil, no era ni sombra de lo que había llegado a ser durante los años de la República. Su dirección estaba muy envejecida y carecía por completo de liderazgo e influencia.
Sucedió entonces que Franco se hizo mayor y todos empezaron a hacer cuentas sobre el futuro político de España, que para 1970 no era el país miserable, periférico y aislado de la posguerra, sino la décima potencia industrial del mundo. La opción comunista se antojaba radical e impracticable. Nadie, ni los Estados Unidos, entonces en la cima de su poderío, ni las naciones europeas, iban a consentir una nueva Cuba incrustada en el corazón del mundo libre. Los españoles de la época tampoco estaban para experimentos. El recuerdo de la guerra estaba fresco, nadie quería poner en riesgo la recién ganada prosperidad por lo que, de puertas adentro, se apostaba por la moderación y el comedimiento para evitar caer en los errores del pasado, que tanto dolor y desperdicio de vidas ocasionaron.
Es en este momento cuando aparecen dos jóvenes sevillanos, un abogado laboralista y un perito industrial que daba clases de dibujo. El primero se llamaba Felipe González, y no era lo que se dice obrero. Hijo de un tratante de ganado, había estudiado en los Claretianos y era ex militante de Acción Católica. El segundo se llamaba Alfonso Guerra y sí que procedía de la clase que el PSOE decía representar. Se afiliaron al partido en el mismo año, 1962, y empezaron a ascender en la nomenclatura del mismo, que era provinciana y pequeña. En pocos años se labraron una imagen de jóvenes trabajadores y comprometidos, que les catapultó directos a la ejecutiva nacional, lo que, tratándose del PSOE de principios de los setenta, no es decir mucho.
El hecho es que, aunque los sevillanos todavía lo ignorasen, los que movían los hilos ya habían escogido a la siglas PSOE como la izquierda oficial del nuevo sistema turnista que sucedería a la dictadura. El otro partido lo formarían los franquistas moderados, con quienes tendrían que llegar a un acuerdo, es decir, a una transacción, nombre verdadero de lo que después se vendría a llamar Transición. Pero antes de eso había que renovar el agonizante PSOE de la guerra jubilando a sus amortizados e inoperantes cabecillas que vivían en París de las magras rentas acumuladas durante más de tres décadas.
Los sustitutos no iban a estar en Francia, sino en España, en el llamado “interior”, donde esperaba su turno un puñado de promesas entre las que descollaba la pareja de ambiciosos sevillanos. Al final, en un congreso celebrado en el suburbio parisino de Suresnes, se produjo el relevo. No sin conflicto, porque la ejecutiva histórica, liderada por Rodolfo Llopis desde 1944, se negaba a retirarse. Pero habían pasado treinta años y el PSOE tenía un brillante porvenir. Los socialistas madrileños de Pablo Castellano y los vizcaínos de Redondo lo entendieron a la perfección y maniobraron, primero en la UGT y luego en el partido, para que Felipe González y Alfonso Guerra se hiciesen con el control de la formación.
A partir de ahí todo fue muy rápido. Franco murió al año siguiente, en 1976 se aprobó la reforma política y en el 77 se convocaron elecciones generales, a las que el PSOE se presentaba como favorito con González a la cabeza. No era ya –o no quería aparentar ser– el partido de Negrín y Largo Caballero, sino una alternativa moderada, joven y socialdemócrata a los ex ministros de Franco. La operación PSOE, teledirigida desde Alemania, salió a pedir de boca. Felipe González, que acababa de cumplir 35 años, se hizo con más de cinco millones de votos, el 30% del total, quedándose a sólo cuatro puntos de Adolfo Suárez, el candidato oficialista. Pero no fue sólo mérito de González.
El nuevo PSOE era una moneda con dos caras. En el anverso Felipe González, en el reverso Alfonso Guerra. Uno ponía la sonrisa, el otro el espíritu. A uno se le conocía por el nombre, al otro por el apellido. La gente normal votaba a Felipe, los más volcados con la causa lo hacían por Guerra. Uno era marketing, el otro ideas; uno diálogo y buenas formas, el otro intransigencia ideológica; uno era guapo, el otro feo. Nunca antes un tándem tan perfectamente engrasado entre forma y fondo se había batido en la arena de la política española. En 1979 repitieron cosechando un imprevisto fracaso en las urnas. A raíz del mismo dieron el último giro de tuerca abandonando formalmente el marxismo. Todo estaba listo para su asalto definitivo al poder.
La descomposición del partido de Suárez lo aceleró. En las elecciones anticipadas de 1982 Felipe y Guerra –o Guerra y Felipe, según gustos– arrasaron como no lo ha hecho ningún otro partido hasta la fecha. Obtuvieron casi un 50% de los votos y 202 escaños. El Partido Comunista, que diez años antes era la única oposición reconocible al franquismo, se hundía en la miseria. La llegada de los socialistas al poder cerraba la Transición, es decir, la transacción, en virtud de la cual, el antifranquismo se hacía con el mando a cambio de aceptar la corona y renunciar a los excesos habituales en la izquierda española.
Desde ese momento el binomio Felipe-Guerra se trasladó al Palacio de la Moncloa. Uno ocupó la presidencia, el otro una vicepresidencia con esteroides que le convirtió en el hombre más poderoso y temido del país. Los ochenta fueron suyos. Quien les echaba un pulso lo perdía. Ocasión tuvo de comprobarlo el entonces empresario más pujante del país, José María Ruiz Mateos, sólo un par de meses después de la llegada de los socialistas al poder. Felipe se calzó el disfraz de hombre de Estado renegando de todo lo que había defendido hasta la fecha, empezando por la salida de España de la OTAN. Guerra, más casero, le dio forma al régimen que, con el tiempo, se conocería como felipismo.
Entre los dos transformaron un país que, a decir del propio Guerra, “no lo iba conocer ni la madre que lo parió”, al término de los veinticinco años que González esperaba estar en el poder para culminar el cambio que había prometido a sus votantes. Fueron luego muchos menos, pero a España le faltó poco para que no la conociese ni su madre. Con las principales reformas hechas durante la Transición, los socialistas se encargaron de ir moldeándolo todo en función de su propia ideología. Cogieron un Estado más o menos pequeño en comparación con lo que se estilaba en la Europa occidental y multiplicaron su tamaño hasta el infinito. Con Felipe y Guerra nace lo que se conoce como el pesebre. Los partidos se alejaron de su función primordial y se convirtieron en agencias de colocación para los afines. El PSOE fue un alumno aventajado de su propia doctrina. Los del felipismo fueron los años dorados del carné. Muchos se sacaron el del PSOE sólo con la intención de medrar y hacer buenos negocios, otros para conseguir un empleo, y muchos para vivir del cuento.
La madre nutricia, es decir, el partido, lo controlaba Guerra con mano de hierro mediante un testaferro, el donostiarra Txiki Benegas. El Gobierno estaba en manos de Felipe, que gustaba de experimentar con tendencias y modas que importaba de Centroeuropa. De allí vino la mayor alegría del felipismo, el ingreso en la Comunidad Económica Europea, que vino aparejado de miles de millones de pesetas en concepto de fondos de cohesión que los del carné gastaban alegremente. Tanto dinero y tan pocos principios sólo podían alumbrar una cosa: corrupción a gran escala. A partir de 1990, poco después de la tercera mayoría absoluta, los casos empezaron a aflorar en la prensa.
Fue un caso de corrupción, el protagonizado por el hermano de Guerra en la delegación del Gobierno en Sevilla, el que marcó el divorcio entre los dos cónsules del socialismo español. Su relación política era conocida por todos. No así tanto sus relaciones personales, que, aunque buenas, nunca fueron fraternales. Se descubrió entonces que Felipe y Guerra ni eran ni habían sido nunca amigos. Vivían en una delicada simbiosis que se rompió por dentro, cuando el baluarte de la pureza ideológica tuvo que dar explicaciones, y por fuera, cuando sus enemigos “renovadores” tomaron la Moncloa.
Felipe retuvo el gobierno aún cinco agónicos años entre acusaciones de corrupción y terrorismo de Estado. Dieron su último mitin en octubre de 1992, pero no para recoger votos, sino en plan nostálgico para celebrar el décimo aniversario de su gran victoria. Luego se separaron. Felipe se retiró de la política activa y se dedicó a hacer dinero. Guerra sigue siendo diputado 34 años después de que obtuviese por primera vez un escaño. Lo que ya no son es jóvenes: Felipe tiene 69 años y Guerra 71. En cierto modo son historia de España y de su propio partido, que tras el colapso zapaterino se ha visto obligado a recurrir a ellos para tratar de revivir la magia que acompañó a sus mejores momentos. Tal vez sean ellos, los socialistas, los únicos que tienen algo que agradecer a este par de dos. El resto de españoles lo que tenemos es mucho que recriminarles. Pero eso, ya es otra historia.
Las perlas de Alfonso Guerra
Guerra se hizo muy famoso por su lengua viperina. Nadie, ni dentro ni fuera del partido, se libraba de sus invectivas. De Fraga decía que tenía “los intestinos colocados en el cerebro”, a Suárez lo tachó de “tahúr del Misisipi”, y a Soledad Becerril la pintó de “Carlos II vestido de Mariquita Pérez”. Con sus compañeros de partido no fue menos hiriente, de Tierno Galván, decía que era una “víbora con cataratas”. Guerra fue, por ejemplo, el que inventó el mote de “Bambi” que tanto atormentó a Zapatero en sus primeros años. Era implacable. “El que se mueve no sale en la foto” advirtió cuando se encontraba en la cumbre de su gloria, unos años en los que se permitió, de palabra y de obra, matar al mismísimo Montesquieu.
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