La lengua pajinesca

Con cerca de cinco millones de personas en la cola del paro, un déficit público navegando de babor por encima del 11% y una crisis autonómica sin precedentes acechando detrás del Tribunal Constitucional, el principal problema de España es el uso de las lenguas vernáculas en el Senado. Así de estúpido e irracional es nuestro sino. En pleno temporal, emulando a los violinistas del Titanic, Leire Pajín, ese alpechín del sistema de listas cerradas bajo siete llaves por los secretarios de organización de los partidos, ha dejado claro su “máximo respeto hacia todas la formas de comunicarse en España” para, acto seguido, marcarse una performance étnico-lingüística a medio camino entre el ridículo y el absurdo. Sólo le faltó dirigirse a sus señorías en lengua de signos, con bandera de señales marítima, en C++ y en el ya arcaico lenguaje Cobol.

Entretanto, nosotros, paganinis de a pie, asistimos obligatoriamente a un espectáculo tan vulgar y, nos guste o no, lo financiamos echándole horas en el curro, quitándonos de otras cosas que nos producirían mayor satisfacción como irnos de viaje o comprarnos una moto. Los nuevos señores feudales demandan su serna, su corvea y su diezmo. ¡Ay! del que no la pague, de entrada será un neoliberal insolidario, y de salida un presidiario en Soto del Real con escarnio público y una bola atada al tobillo. Con las cosas de comer no se juega, y la Pajín come, a diario, y no precisamente de menú del día en un restorán de polígono.

La tontería de las lenguas regionales en el Senado podría costar cerca del millón de euros entre traductores, cabinas, técnicos de pinganillo y moscosos. Con todo, una minucia en comparación con los asesores múltiples, los cargos de confianza y los Audi A6 de cristales ahumados y trincón a bordo que menudean por las ciudades españolas ajenos a que la gasolina suba, baje o se quede como está. Pero el numerito de la traducción simultánea está mucho más a la vista del atónito contribuyente.

Ver como un señor bilingüe de Gerona se pone los auriculares para escuchar lo que dice un colega, también bilingüe, de Orense, es tan ilógico que sólo tiene cabida en esta España manierista y burlona que padecemos. Porque diez minutos después, el de los cascos y el vernáculo se van a ir de la manita al bar solos, sin intérprete, a tomar café mientras cambian impresiones en una lengua que ambos manejan a la perfección desde hace varias generaciones y que, precisamente por eso, se llama española. Ellos saben perfectamente que todo esto es una idiotez sin más demanda social que la de los que aspiran a colocarse en las cabinas de forma vitalicia, pero, demasiado apetitosa es la golosina de crear un nuevo cuerpo de estómagos agradecidos como para privarse de ella. El que venga detrás, que arreé.

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